El talentoso actor Oriol Pla Solina está despuntando en el audiovisual –Criatura, Salve, Maria, Yo, adicto-, y hay cosas que en un teatro solo puede hacer él. En Gola vuelve a los orígenes, pero, a diferencia de lo que pasaba en Travy (2018), prescinde de su familia en escena. Aun así, sus primeras palabras en este nuevo espectáculo –en el TNC hasta el 22 de diciembre– son para los padres. Pla hace emerger un clown hilarante e insidioso, un retrato nada inocuo del individuo –del consumidor– contemporáneo.
Una exhibición de habilidades
Siempre que pienso en el Oriol Pla me viene en la cabeza la función de reclamo que hacía en La Guillotina de Iago Pericot (Mercado de las Flores, 2014): él era el encargado de captar espectadores –el público era el auténtico protagonista de la propuesta– y para conseguirlo trepaba hasta encima de todo de un palo estrechísimo, de muchos metros de altura, en la plaza Margarida Xirgu. Aquella imagen me parece más que representativa del riesgo a que se expone a veces la gente del circo, escuela y familia de este actor admirable que sobresale en todo lo que hace. Y aquel riesgo lo sigo viendo en todos sus trabajos, quizás ya no tanto –afortunadamente– en relación con su integridad física como en cuanto a una vertiente más interna, de entrega y profundo compromiso con cada personaje o proyecto. Todo eso para decir que, si bien Gola podría parecer un espectáculo concebido para lucimiento del artista –que sí, que hace una gran exhibición de recursos, demostrando nuevamente su virtuosismo–, el actor se expone mucho, en la medida en que explora algunos de los aspectos más oscuros de la profesión, como la tentación del narcisismo o la búsqueda constante de validación.
Exprimido por las expectativas de un público insaciable, el actor-personaje hace una exhibición de sus variadas habilidades, en un peculiar ejercicio de exorcismo clown
Gola es una creación y dirección conjunta de Pla y Pau Matas Nogué, que también coescribió Travy y que ya había colaborado en Ragazzo (2017), la magnífica obra de Lali Álvarez. Aquí Matas, que aparte de ser coautor, firma la composición musical y el espacio sonoro, aparecerá en escena sobre un anacrónico carro con vela de una troupe de las de antes –podemos entender como un homenaje a Blaï Mateu la imitación que hace Pla del caballo–, para acompañar al clown con su música y presencia cómplice. Tanto el espacio como el vestuario han ido a cargo de Sílvia Delagneau. Carolin Obin ha intervenido en el trabajo de clown, y Guillermo Weickert en el de movimiento. El equipo, que cuenta también con Ana Rovira al frente del diseño lumínico y con Jordi Oriol como colaborador en la dramaturgia, es de lujo total.
Con pantalones bombachos, calcetines rojos, una torera negra con lentejuelas y una prótesis que le modifica el habla, Pla hace una composición a medio camino entre el clown contemporáneo y la Commedia dell'Arte y vehicula, entre muchas otras cosas, un síndrome del impostor muy de nuestra época – "Yo sé hacer cosas que no sé hacer"–, inseparable de un cierto sentimiento de culpa. Pide perdón –un gesto que acabará revelándose envenenado, lleno de petulancia– a todo el mundo: a sus padres, a los actores graduados en el Institut del Teatre, a los acróbatas, a los mimos, a los amantes del teatro postdramático y a los animales que imita.
Expendedor –como la máquina de vending- de números, trucos, muecas, aullidos y gárgaras, el personaje multiplica los registros y se dispersa en mil acciones, con la boca abierta y la sonrisa alelada de quien se quiere hacer perdonar la autocomplacencia. Le sirve de parábola o fábula ejemplificadora el cuento de la niña que con su imaginación contenta a todo el mundo, pero acaba olvidando quién es y ya no sabe por qué hace las cosas: "Me he acabado convirtiendo en los personajes que interpreto". Evoluciona, así, hacia una versión de sí mismo dominada por la garganta, por la ansiedad de querer siempre más.
Expendedor de números cómicos y recursos acrobáticos, multiplica los registros y las acciones
Después de una lucha grotesca con una máquina expendedora de refrescos y golosinas –está tan confundido, el impaciente consumidor, que cree poder seducir las máquinas–, va dejando productos sobre la mesa mientras enumera tópicos rancios y consignas propias de la sociedad neoliberal: hay que tomarse los problemas como oportunidades, no agachar la cabeza, celebrarse más, ser una persona mágica. Son deseos inoculados, propósitos inscritos dentro del tiempo y la lógica del capitalismo, que lo está desbaratando. Chapucea las bolsas de snacks y come compulsivamente, hasta convertirse en una especie de monstruo cortocircuitado y en combustión. Estamos ante un personaje frágil y voluble –consumidor y consumido al mismo tiempo– que, a pesar de la fantasía indumentaria y los movimientos de arlequín, sintetiza muy bien las patologías del sujeto contemporáneo.
"¿Y ahora qué queréis? ¿Queréis que continúe?". Empujado a demostrar sin fin, estrujado por las expectativas del público insaciable del "Tanatorio Nacional de Catalunya", el excepcional actor –protegido por la máscara– salta, hace volteretas o se arrastra: "Si eres un gusano también puedes avanzar". El triste personaje que asume –nadie lo podría idealizar; más bien, odiamos reconocernos– ya solo se esfuerza para que admiren todo lo que sabe hacer, aunque eso le vaya a la contra. Con los brazos abiertos y una expresión de desesperación en el rostro, hace gala de sus habilidades de acrobacia y vis cómica, en un peculiar ejercicio de exorcismo clown. Admirable y abrumador recital de un artista único.