Los problemas son útiles, marcan el ritmo de la vida. Sin ellos, nuestras existencias serían continuidades insulsas, privadas de sentido. Lo mismo puede decirse del arte, cuyo enemigo estaba, en palabras de Orson Welles, "la ausencia de limitaciones". Es por eso que, cuando un artista se propone retratar la vida, tiene que hacerlo, necesariamente, a través del conflicto, del choque. Cualquier premisa es válida: el hombre contra los Dioses, la mujer contra el destino, el padre contra el hijo. Este último caso, lo bastante habitual y más antiguo que el hilo negro, es el que ha servido a Manuel Baixauli para empezar a escribir Cavall, atleta, ocell, novela publicada por Edicions del Periscopi, que se presentó, el pasado miércoles, en la Laie de Barcelona.

Hablo de "premisa", pero quizás tendría que decir "excusa", porque todo hace pensar que lo que interesa a Baixauli no es explicarnos la historia del carpintero Alapont y de los quebraderos de cabeza que le genera su hijo adolescente, sino aprovecharla para construir una reflexión sobre el paso del tiempo y el ritmo armónico que hace girar el mundo. Es este ritmo ("tempo" si se quiere) lo que, con el paso de las páginas, se convertirá en el verdadero protagonista del libro. De hecho, su título, sacado de una frase del cineasta Robert Bresson ("Placer de contemplar el movimiento: caballo, atleta, pájaro"), ya nos da una pista, que acaba haciéndose evidente cuando, con la adultez del hijo, la novela empieza a llenarse de referencias a directores como Béla Tarr, Yasujirō Ozu o Abbas Kiarostami.

La atracción de la imagen y el ritmo

Además de ser grandes cineastas –o eso es lo que me han dicho los que entienden–, estos tres creadores compartían el hecho de poner más énfasis en la forma de sus creaciones que en su contenido narrativo, cosa que se ve que a los cinéfilos (incluido el hijo de Alapont) les gusta bastante. Como explica Orofila Martí, personaje excéntrico que adquiere cierta relevancia en el libro, "me da igual perder el hilo. Me atrae la imagen, el ritmo". La frase la pronuncia en referencia a cintas como El caballo de Turín, de Béla Tarr y Ágnes Hranitzky, pero también sería aplicable a las novelas de Baixauli, que, al haberse formado como pintor, no parece tan interesado en la coherencia y la linealidad de sus argumentos como en las sensaciones que estas evocan.

Manuel Baixauli acaba de publicar su nueva novela Cavall, atleta, ocell / Foto: Carlos Baglietto

Además de novelista, el valenciano ejerce también de pintor, un arte donde la coherencia y la linealidad nunca han sido el factor más importante

Así pues, más que como una historia sobre padres lacónicos e hijos en busca de ellos mismos; Cavall, atleta, ocell se puede entender como una especie de exposición pictórica, un conjunto de escenas que se sitúan a medio camino entre los cuadros de Hokusai y los cuentos de Cărtărescu y que, contempladas en un día de lluvia, dejan en el lector con un sentimiento extraño, comparable a aquel que, recientemente, pueden haberle provocado novelas como Lecciones de Ian McEwan. Aquí también se nos habla del paso del tiempo y del dolor que provoca y de los silencios que, poco a poco, nos pueden ir matando. Pero a diferencia del escritor inglés –ateo confeso–, Baixauli no deja que sus personajes cedan a los caprichos del azar, sino que, a través de una concepción mística del mundo, ata sus destinos a una especie de fuerza ajena que guía sus movimientos sin que ellos lo sepan.

Viviendo descompasadamente

Ejemplo de eso es la aparición del Artefacto, uno de los elementos más fascinantes del libro. Sin ser definido con exactitud, el aparato, una especie de esqueleto mecánico formado de recuerdos y que funciona cada día del año, pauta los pasos del hijo de Alapont de la misma manera en la que él, aspirante a director de cine, ordena las acciones de los personajes que nacen de su mente. Se crea así una especie de cadena que nos obliga a preguntarnos si el autor de la novela (un artefacto en sí mismo también está controlado por alguien), en el fondo no es más que un actor cualquiera dentro de un juego de muñecas rusas que se expande hasta el infinito y que nos haría suponer la existencia de algún ser superior, de un carpintero (Jesús también lo era), encargado de cincelar nuestros destinos, de marcar el tempo.

Manuel Baixauli durante la rueda de prensa de presentación de su nueva novela en Barcelona / Foto: Carlos Baglietto

Más que como una historia sobre padres lacónicos e hijos en busca de ellos mismos, Cavall, atleta, ocell se puede entender como una especie de exposición pictórica, un conjunto de escenas que se sitúan a medio camino entre los cuadros de Hokusai y los cuentos de Cărtărescu

Preguntado por estas cuestiones, Baixauli se limita a decir que "hay gente que vive descompasada", otros que "se adaptan al ritmo del mundo" y él, que está a medio camino. Podría parecer un simple truco de escapismo, pero el planteamiento encaja con el método creativo del escritor, que más que buscar las verdades (los secretos de este ritmo misterioso) se choca con ellas, adentrándose en caminos literarios que, como la carretera del pueblo donde se sitúa la acción, son estrechos, laberínticos, llenos de baches y cargados de niebla. Lugares estrambóticos donde es fácil perderse, pero en los cuales siempre se encuentra alguna cosa interesante. "Horror de comprender. Placer de recibir lo inesperado". Lo decía Luis Buñuel, que nunca se equivoca.