La poesía comunica antes de ser entendida. Lo decía Eliot, T. S. Eliot. Lo que no decía es que, entre los humanos (o, como mínimo, entre una parte considerable de ellos) es habitual querer entender las cosas que se leen. Fue este deseo el que impulsó a Joan Ferraté a traducir The waste land. Como los versos de Eliot eran de malentender, al joven crítico se le ocurrió que, trasladados a su lengua materna, le serían más fáciles de interpretar. El experimento fracasó, y de La terra gastada (que en aquella primera versión de 1951 llevaba por nombre La terra eixorca) no entendió nada de nada.

Cuando, veinte años después, Edicions 62 decidió recuperar su traducción, el reusense se negó, esgrimiendo que el tema ya no le interesaba. Mentía, porque, al cabo de unos meses, entregó a la editorial una nueva versión catalana del poema acompañada de un extenso análisis de la obra más célebre de Eliot. Es este texto (que incluye el poema original, la traducción, las notas de Eliot, el comentario de Ferraté y las notas de este a su propio comentario) el que Jordi Cornudella ha decidido devolver a las librerías del país en una segunda edición de Lectura de «La terra gastada» de T.S. Eliot.

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Ferraté trabajó mucho, muchísimo, pero tengo la sensación de que, a pesar de sus esfuerzos, nunca llegó a entender La terra gastada. No es una cuestión de talento, ni de inteligencia (cualidades que al crítico no se le pueden negar), sino de época, de cosmovisión. Publicado en 1977, el análisis de Ferraté es hijo de su tiempo, un momento histórico espiritualmente incompatible con aquel en el que Eliot empezó a escribir. Para entenderlo habría que situarse a finales de la Primera Guerra Mundial, momento en el que hacen eclosión autores como René Guénon, Ezra Pound (amigo íntimo de Eliot y a quien está dedicado el poema) u Oswald Spengler, quien con La decadencia de Occidente (1918-1923) anticipó algunos de los temas de La terra gastada.

Estos tres autores compartían con Eliot un gran interés por la Tradición (en mayúsculas), es decir, por las expresiones de un supuesto orden atávico que el mundo moderno estaba erosionando a marchas forzadas. La emergencia del individualismo, síntoma del final de los tiempos (Kali Yuga, según el hinduismo), les hacía defender un modelo de vida que pregonaba la disolución del yo poético en uno yo universal y que cada uno interpretó a su manera. Guénon se hizo musulmán; Pound, fascista; Eliot, anglicano. El caso es que todos ellos hicieron lo posible por engendrar una literatura que, en palabras de este último, “no fuera la expresión de la personalidad, sino la huida de esta”, abrazando postulados esotéricos que trascendieran las lógicas de la vida terrenal.

Ferraté trabajó mucho, muchísimo, pero tengo la sensación de que, a pesar de sus esfuerzos, nunca llegó a entender La terra gastada

Un ejemplo de esto lo encontramos en el poema más famoso de Eliot, donde los personajes que aparecen no son más que títeres en manos de un destino que los arrastra. Por no ser, no son ni individuos concretos, sino seres indefinidos que cambian de sexo en cada verso y que, de pasear por el Puente de Londres una tarde de 1922 pueden pasar a ser veteranos de las guerras púnicas. Si a ello le sumamos la presencia constante de citas que remiten a Dante, Baudelaire, Shakespeare, el Libro de Ezequiel y los Upanisads, nos daremos cuenta de que Eliot no percibe al autor como un ser individual con capacidad inventiva, sino como el transmisor de una Tradición que lo precede y que se limita a reordenar como buenamente puede.

Tal concepción de la tarea literaria, todavía vigente en algunas sociedades orientales, fue completamente desterrada de Europa después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el racionalismo (fuera marxista o liberal) conquistó las mentes pensantes del continente. Merecida o no, la etiqueta de “fascistas” pesaría durante años sobre muchos de sus representantes, haciendo que nombres como los de Spengler, Jünger o Pound sean todavía vistos con cierto recelo por las gentes biempensantes. Si Eliot sobrevivió y pudo ganar el Nobel de 1948 fue gracias a la transformación de su obra, que con el paso de los años se volvió menos críptica y más cristiana, alejándose definitivamente de las pulsiones esotéricas de sus primeros años y llevándolo a lamentarse públicamente de “haber enviado a tantos curiosos a una búsqueda inútil del tarot y el Santo Grial”.

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Imagen de T. S. Eliot

Que Ferraté escoja justamente esta cita para empezar su análisis de La terra gastada explica bastante bien el tipo de lectura que hace de ella. Si las referencias de Eliot al libro sobre el Grial de Jessie L. Weston y a los ensayos sobre religión y magia de James George Frazer llevaron a más de un individuo a buscar significados ocultos en sus versos; Ferraté se va al otro extremo, abrazando una lectura de resonancias formalistas que despoja el texto del contexto histórico en el que fue escrito. El crítico sabe mucho y es capaz de encontrar referencias que a cualquier otro le hubieran pasado desapercibidas, pero de tanto hilar fino, de tanto hablar de “unidades formales”, de “tonos narrativos”, de “puntos de vista líricos subjetivos”, de “jerarquías” y de “metonimias”, acaba haciendo todavía más críptica la lectura del poema.

El crítico sabe mucho y es capaz de encontrar referencias que a cualquier otro le hubieran pasado desapercibidas, pero de tanto hilar fino acaba haciendo todavía más críptica la lectura del poema

Nos encontramos, por lo tanto, ante un producto que causa, en el lector medio, un efecto similar al que le provocaría una revisión de la Biblia en clave filológica y que ignorara su carácter de documento histórico y político. Ferraté, demasiado concentrado en demostrar si los personajes que aparecen en el poema son o dejan de ser reencarnaciones del sabio Tiresias, se olvida de hablar de la Primera Guerra Mundial, de la devastación moral que causó y de la postura de aquellos que, como Eliot, vieron la oportunidad de un renacimiento espiritual. No es mala fe, sino el producto de una forma de entender la literatura que quiso desterrar el espíritu y sustituirlo por el intelecto puro, frío, científico.

Producto de ello, me atrevería a decir, es la creación de una prosa más oscurantista que la de Eliot, pero que, a diferencia de la de este, no aspira a la salvación del alma. Queda, tan solo, la subordinada larga, pesada, destinada a decirnos cosas tan poco trascendentales como “es literalmente cierto, en el caso de este poema como en el caso de todo poema, que, al nivel de la mera comunicación de la obra como producto literario destinado a ejercer una función determinada dentro del juego de los intercambios sociales, el emisor no es nadie más que la persona del autor y el receptor no es en cada caso nadie sino la persona del lector”. Y, esto, ni comunica demasiado ni se entiende especialmente bien.