Es un monstruo. Quizá el mejor pianista vivo. Siempre es una fiesta escuchar a Brad Mehldau, incluso en un concierto cualquiera, uno más, como el de este miércoles en el Palau, un tanto administrativo, pelín tieso, seguramente porque todos salimos tiesos de un año administrativo y pandémico y aun no acabamos de encontrarnos del todo. Teníamos una vida que poco o mucho se ha roto y estos días de cuidados y buena temperatura vamos recogiendo del suelo los pedazos a ver si la rehacemos. De construir y reconstruir Mehldau sabe algo. Desde hace casi dos décadas ha desafiado tantas convenciones —incluidas las de los vanguardistas, que pueden ser muy dogmáticos— para hacer del jazz una música más inclusiva, expresiva y alegre. Mehldau impugna abiertamente la idea de que el jazz es un género secreto y oscuro, incapaz de relacionarse con otras formas de música popular. Mentira, dice Mehldau en cada concierto. En el del Palau también.
El hombre, además, debía estar emocionado. Antes de arrancar la velada, recibió la Medalla de Oro del Festival de Jazz de Barcelona en reconocimiento a su carrera. Barcelona es importante en la vida y en la música de este pianista. Él mismo lo recordó al agradecer el galardón y al despedirse del público. Aquí se ha hecho músico; de aquí es Jorge Rossy, el batería de su primer trío; aquí ha tocado tanto desde principios de los 90, cuando los que sabían veían en él la estrella en ascenso que se iluminó a finales de la década —sigue encendida.
El concierto de este miércoles, sin embargo, es el partido de fútbol de un jugador que aun tiene que coger el ritmo. No se complicó mucho la vida. Fue una especie de Manual de Mehldau para Principiantes. Sonaron dos piezas de Suite: April 2020, su último disco, una colección de miniaturas escritas en confinamiento, migajas sonoras que marcan el recorrido de casa en casa de un día cualquiera —de abril o del mes que quieras— de este año de encierro que Mehldau ha pasado en casa de Fleurine, su mujer, en Holanda. Es una entrega ecléctica. Algunas piezas son más abstractas, otras más descriptivas, algunas más atmosféricas, otras concretas. Hay una pizca de todos los mehldaus aquí, desde el improvisador impresionista al intérprete más académico, pasando por el músico que toca dos melodías en paralelo y el centrifugador de grandes estándares, del Great American Songbook y de toda cuanta música popular atrapa y reprocesa, de los Beatles a Radiohead y Soundgarden.
Mehldau ofreció en el Palau el mismo jarabe, pero menos intenso y arriesgado, más populista y colorido. Sólo este par de temas suyos, un Coltrane, un Monk. El resto, revisiones poco revisadas de los Beatles, Bowie (Life in Mars) y Radiohead, claro. El Mehldau estrella apareció en la pieza de entrada, uno encadenado de canciones que incluía Karma Police y Go To Sleep, de Radiohead, claro, y una fenomenal versión de I Am The Walrus, del Magical Mystery Tour de los Beatles, el momentazo de la noche, con Mehldau enseñando todas sus caras, la de verdad y las musicales, en cuatro minutos, juegos de manos incluidos.
La parte central del concierto fue más anodina, punteada con chispas blues y su maravillosa mano izquierda. Al final, el hombre lo levantó con tres bises, Maybe I'm Amazed, de Paul McCartney; Skippy, de Monk, maravillosamente improvisado; y el último, Golden Slumbers, del Abbey Road, tocado con la misma actitud y aires que el primer tema del concierto. Final redondo. Sabe latín, Mehldau, y tenía a la gente entregada —era la undécima vez que actuaba en el Festival. El público acabó de pie y el artista remachó sus deseos de felicidad pospandèmica con que había despedido el concierto regular con los versos de la canción de McCartney: "Érase una vez el camino para volver a casa...".