Albert Boronat es un dramaturgo con una trayectoria consolidada, que colabora con varias compañías y comparte procesos creativos con otros autores y directores –últimamente ha trabajado mucho con Andrés Lima, en obras de tipo documental como Shock I y II (2019-2021) o Prostitución (2020). Ahora lo podéis encontrar en el Heartbreak Hotel, hasta el 19 de enero, con Una casa en la montaña, una propuesta que también dirige y donde nos invita a disfrutar con ficciones que van de la distopía al relato fantástico, pasando por la fabulación cuántica. La primera de las historias arranca en el vestíbulo, donde nos ofrecen vino o agua. Después los intérpretes nos hacen pasar al interior del teatro, y la mayor parte del público se sentará en torno a una mesa bien provista de quesos y embutidos.
El dispositivo convivial tiene que ver con el arte de explicar historias y el poder de la ficción –también con el de la vianda y la bebienda- para crear comunidad. El autor-anfitrión introduce la propuesta y efectúa las transiciones entre historias, devolviéndonos a la situación de mesa compartida y contribuyendo a generar una sensación de acogimiento, calor y camaradería: "No sé con qué ganas de comer chorizo habéis venido al teatro"; "¿Cómo vais de Wittgenstein?". Y el público allí reunido degusta el vino, el queso y el relato; disfruta de la energía, el talento y la generosidad de los actores: Javier Beltrán y Sergi Torrecilla.
Tras el gesto de hospitalidad, encontramos una reflexión sobre mundos posibles, el libre albedrío, la conciencia y el (meta)lenguaje
La comunidad se construye
La primera historia –una distopía bélica donde el líder de los insurrectos, capturado, tendrá que decidir la pena que se le aplica, entre tres opciones en formato píldora– corresponde a una novela de ciencia ficción escrita por el protagonista del segundo relato, que presenta diferentes variantes y escisiones. El narrador (Beltran), un novelista que busca un retiro para escribir, y su antagonista (Torrecilla), el inquietante amo de la casa de la montaña del título y, al mismo tiempo, paradigma de un lector demasiado disquisitivo y propenso a las preguntas insidiosas, juegan a una cacería incierta en que, como pasa en algunos cuentos de Cortázar, el perseguidor acaba siendo el perseguido. La estructura consiste en un juego formal que replica los nodos o espacios de cruce de las distintas posibilidades, en clave cuántica. En las sucesivas derivadas –cada vez más delirantes, con elementos de terror y un crescendo adrenalínico– se entrelazan resoluciones posibles y elucubraciones sobre elproceso mismo de escritura.
La tercera historia, narrada por Torrecilla, trata del viaje de un hombre "adicto al símbolo" a un fiordo de Noruega para visitar el emplazamiento de la famosa cabaña de Wittgenstein –el filósofo austríaco vivió allí dos años y escribió algunas proposiciones clave de su Tractatus-, como una manera de buscar una precaria salvación o un espejismo de trascendencia. La peripecia hace pensar en la del escritor Agustín Fernández Mallo –recogida en Wittgenstein, arquitecto (el lugar inhabitable) (Galaxia Gutenberg, 2020)–, pero aquí se impone la evocación de una antigua relación amorosa donde se había instalado la turbadora, paralizante certeza de que ninguna de las palabras disponibles era lo bastante válida. La cuestión es que, a pesar del aparente fracaso, acaba llegando a destino el único mensaje posible. El desenlace de este relato viene a ser el triunfo del lenguaje imperfecto de la vida, contra la lógica y los formalismos.
En esta escenificación íntima resulta crucial el contundente y entregado trabajo de dos excelentes actores que transitan y nos hacen transitar por todas las derivas, peripecias y versiones
Tras el gesto de hospitalidad, encontramos una reflexión sobre mundos posibles, el libre albedrío, la conciencia y el (meta)lenguaje. Las narraciones presentan una forma de lo más cuidada y sugestiva: adjetivación opulenta, metáforas efectistas... El constructo, muy cerebral, invita a la reflexión, pero hay también una especie de transformismo literario enloquecido –con momentos de thriller trepidante y parodia del pastiche posmoderno, ocasiones para la carcajada y también para el recogimiento– que aporta tensión y expectativa. Obviamente, en esta escenificación íntima, resulta crucial el contundente y entregado trabajo de dos excelentes actores que transitan y nos hacen transitar por todas las derivas, peripecias y versiones. También se revela primordial la calidez de las intervenciones del autor, que juega a hacer de demiurgo y de anfitrión al mismo tiempo, con algún flirteo con la cosa eucarística.
Partiendo de una intuición que se encuentra en el centro de la estética relacional que fundamenta buena parte de las teorías teatrales performativas, Albert Boronat ensaya la idea de que la comunidad se construye a partir del hecho de haberse sentado juntos alguna vez para un propósito concreto o con una determinada excusa. Trazando un paralelismo con el razonamiento sobre la manera "existencialista" de escribir novelas que tiene el protagonista de la segunda historia –al concebir a la persona como la suma de sus decisiones, la idea de sujeto como limitación se desactiva: todo está por hacer y todo se puede escribir–, viene a decirnos que la manera de concebir la comunidad también puede seguir este patrón. Y lo cierra de manera magistral con la alusión al symbolon griego. El brindis del último relato se hace extensivo al público.