La revuelta de Paulus, a finales de la centuria del 600, representaría el primer conflicto grave entre los poderes territoriales del reino visigótico de Toledo, la unidad política peninsular pretendidamente más remota. Flavius Paulus, un destacado miembro de la corte del rey Wamba, lideraría una revuelta independentista en una parte de los dominios visigóticos empujado por las oligarquías del sector oriental de la Tarraconense y de la totalidad de la Narbonense; territorios que, siglos más tarde, acabarían convertidos en Catalunya y en el Languedoc. La revuelta de Paulus, hace 1.400 años, nos revela la existencia de fuertes tensiones entre dos ejes de poder de naturaleza territorial: el eje Toledo-Mérida-Sevilla y el eje Tarragona-Empúries-Narbona, que ponen en cuestión la idea de una unidad política peninsular voluntaria y consensuada. Hace 1.400 años la Hispania visigótica —el reino de Toledo constituido un siglo antes—, viviría una gran crisis que anticiparía su derrota definitiva.
La independencia de las provincias romanas
Para entender la polarización de aquellos ejes hay que explicar cómo se articulaban aquellas sociedades. En el 672, hace exactamente 1.345 años, la península Ibérica vivía bajo el dominio de la monarquía visigótica de Toledo. Hacía dos siglos que el Imperio romano, o mejor dicho lo que quedaba de él, se había hundido definitivamente. Etapa en la que, en el caso de Hispania, las elites provinciales, formadas básicamente por las oligarquías latifundistas iberorromanas, se habían apropiado definitivamente del poder en sus territorios respectivos. Un status que pasarían a compartir con las aristocracias visigóticas, que actuarían como el brazo armado de aquellos nuevos poderes. En aquella Hispania postromana, los visigodos pasarían a sustituir las legiones romanas como los nuevos garantes de un orden heredado que perpetuaba las oligarquías iberorromanas en el poder.
La interesada alianza entre iberorromanos y visigodos
Esta alianza entre las clases dirigentes locales y los recién llegados no se produciría al primer contacto. Estaría muy condicionada por la evolución de los acontecimientos en cada provincia y, naturalmente, por los intereses de sus oligarquías respectivas. Sabemos, por ejemplo, que las sanguinarias revueltas de esclavos en el valle del Ebro —las bagaudas— en plena descomposición del Imperio romano, lo anticiparían. Reveladoramente, las primeras campañas militares organizadas de los visigodos en la península Ibérica estarían destinadas a reprimir una revuelta que ponía en cuestión el modelo social, económico y político que perpetuaba el sistema. En líneas generales, los visigodos, en su calidad de guardianes del orden, se reservarían la facultad de coronar a los reyes de aquellas nuevas entidades políticas. El poder militar y político. Y las oligarquías iberorromanas, en su calidad de propietarios agrarios y grandes comerciantes, se reservarían la actividad económica y la jerarquía religiosa. El poder económico y social.
El intento de unificación política
Dicho todo esto, queda manifiestamente patente que la crisis nordoriental de la Hispania visigótica no tenía un componente étnico. A pesar de que el nombre del rey toledano Wamba (de clara procedencia germánica) y el del líder de la revuelta Flavius Paulus (de clara procedencia latina) apunten en esta dirección, no era un enfrentamiento entre visigodos e iberorromanos. La documentación de la época nos revela que el eje toledano tenía una clara proyección hacia Roma que, en su calidad de antigua capital del mundo, conservaba cierto prestigio cultural y político. El caso del clérigo Isidoro de Sevilla (560-636), el gran intelectual de la época, que sería un personaje muy influyente en el Pontificado y postularía la unidad religiosa de Hispania bajo la autoridad de Roma, como primer paso para culminar una unidad política muy cuestionada, es suficientemente revelador. Isidoro de Sevilla era, sin embargo, hijo de una poderosa familia de origen visigótico que, en el transcurso de las generaciones, se había romanizado. O postromanizado.
El mestizaje político
Isidoro de Sevilla es, curiosamente, uno de los tótems de la intelectualidad nacionalista española contemporánea. Pero sobre todo es un claro ejemplo de que durante la centuria del 600 —época en que estalló el conflicto— las aristocracias visigóticas y las oligarquías locales habían roto el pacto inicial de reparto de poder. Los visigodos seguirían poseyendo el derecho a nombrar y a deponer reyes, es decir, que mantendrían, aunque fuera de un modo grotesco, la cumbre del poder militar. De hecho, la obsesiva afición de la corte toledana al veneno y a los puñales convertiría la monarquía visigótica en un espectacular carrusel de reyes. Treinta y tres monarcas en poco más de dos siglos. La horrorosa lista de los reyes godos. Pero lo que cuenta es que las fuentes confirman que, hacia el año 600, visigodos e iberorromanos habían conseguido situar elementos de sus comunidades respectivas en las jerarquías de todos los poderes de aquella sociedad. La prueba definitiva de que la revuelta de Paulus no tenía un componente étnico.
Los conflictos que generaban las políticas unificadoras
Flavius Paulus es otro buen ejemplo de aquel proceso de mestizaje político. Sabemos, a pesar de la escasa documentación, que el año 672 el rey Wamba se puso delante de su ejército para sofocar la rebelión vasca. Hace catorce siglos los vascos ya no querían oír hablar de la unificación política hispánica. La expedición del rey Wamba reunió lo mejor del ejército hispánico con el claro propósito de masacrar a los vascos y, aprovechando que el Ebro pasa por Álava, enviar una más que intimidatoria advertencia a sus súbditos de la costa nordoriental que, hacía tiempo, cortejaban con los francos, enemigos seculares de los visigodos. El responsable de hacer llegar este mensaje a los destinatarios sería Paulus, entonces un militar de confianza del entorno del rey Wamba. Paulus era hijo de una poderosa familia iberorromana. No se sabe su origen exacto, pero todo apunta, por el nombre y por el patronímico, que habría nacido en algún lugar del sur del actual País Valencià.
La revuelta de Paulus
Tampoco se sabe con exactitud qué territorio gobernaba. Pero todo apunta a que era el dux de la provincia Cartaginense. Lo que sí es seguro del todo es que el dux Ranosildo, gobernador de la Tarraconense, lo convenció para liderar la revuelta. El conde Ilderico de Nimes y el obispo Gumildo de Magalona, en la Narbonense, ya se habían sublevado y Ranosildo tenía la complicidad de las oligarquías que dominaban el litoral mediterráneo entre el Ebro y los Pirineos. Tortosa, Tarragona, Barcelona y Empúries habían sido, en un pasado, plazas romanas importantes que, en aquellos días, mantenían todavía un activo intercambio comercial, a través de sus puertos, con Narbona, Béziers, Nimes e incluso Marsella, y de rebote, con el reino de los francos. Los conflictos entre francos y visigodos por las fronteras en el país de los vascos perjudicaba los intercambios comerciales y culturales entre la Tarraconense y la Narbonense y los dominios meridionales de los francos, la futura Occitania.
La proclamación de la independencia
La naturaleza territorial del movimiento queda probada con creces. El eje Tarragona-Narbona-reino de los francos se fundamentaba en el tráfico de trigo, vino y aceite que seguía el camino del sur hacia el norte, y en el de lanzas, picas y cotas de malla que lo seguían del norte hacia el sur. Una intensa relación comercial que tejía fuertes complicidades políticas. Y religiosas. El rito litúrgico franco, radicalmente diferenciado del visigodo, se estaba introduciendo, no sin tensiones, en la Iglesia del territorio. En cambio, otro elemento como la lengua todavía no era un factor diferencial. Por lo poco que se sabe, las diferencias entre el latín vulgar de Sevilla o de Toledo y el de Tarragona o de Marsella eran, todavía, puramente dialectales. El año 672, mientras Wamba obsequiaba a los vascos con una generosa dosis de su brutalidad, Flavius Paulus era coronado soberano del nuevo reino que se había autoproclamado. Según algunas fuentes se llamó reino de los visigodos de Septentrión.
La derrota de Paulus
Cuando Wamba acabó su brutal campaña vasca se dirigió hacia el Mediterráneo con todas sus fuerzas a hacer cumplir su particular ley. Los ejércitos de Paulus, que salieron a su encuentro, serían derrotados repetidamente. Y es en este punto donde las fuentes generan mayor confusión. Porque por una parte indican que el auténtico propósito de Paulus era deponer a Wamba y convertirse en rey de todos los dominios visigóticos. Y por otra que Paulus pretendía crear una entidad política, un tapón geoestratégico, entre los reinos visigodo y franco. Sucedió que Wamba no ajustició a Paulus, que era lo que le habría tocado por el delito de alta traición. Consideró que Paulus y sus colaboradores eran unos sediciosos y los sometió a la pena de la humillación pública: los obligó a vestirse grotescamente, los llevó hasta Toledo y los paseó por las calles de la capital para que la gente los insultara, los escupiera y los apedreara.
La represión de Wamba
En una corte, la de Toledo, donde la muerte era el pan nuestro de cada día, las fuentes revelan que, sorprendentemente, la cancillería de Wamba optó por no ejecutar a Paulus y sus colaboradores. En cambio, les confiscaron los bienes, fueron cesados de sus cargos, insultados, agredidos y humillados públicamente y encarcelados en mazmorras. Las fuentes no revelan su final. Pero sí sabemos que en la región nordoriental, el estado de crisis se mantuvo durante las tres décadas siguientes. El año 710 los sucesores políticos de Paulus y una facción opositora cortesana pactaron una alianza —una pinza a la monarquía— para asaltar el poder de Toledo. Y contrataron los servicios de Tarik, el jefe militar árabe que, poco antes, se había apoderado del norte de África. El ejército árabe atravesó el estrecho de Gibraltar, derrotó a los ejércitos hispánicos del rey Rodrigo en la batalla de Guadalete (711) —la lápida del reino hispánico— y asaltó el poder de Toledo —el epitafio de la monarquía visigótica.
La derrota de la monarquía visigótica
En este punto se haría patente, de nuevo, la profunda división entre los ejes de poder de la Hispania visigótica. Tarik, que había llegado a la península Ibérica como mercenario, cuando se dio cuenta de que la monarquía visigótica se había hundido en Guadalete, cambió de opinión y se proclamó a amo y señor de Hispania. La corte toledana se dividió entre los que huyeron hacia Roma y los que se quedaron y pactaron con los árabes la conservación de su status. Algunos, muy pocos, huyeron hacia las montañas cantábricas y darían origen al falso mito de Pelayo como continuador de la monarquía visigótica. En cambio, las oligarquías de Tarragona, de Empúries y de Narbona, atemorizadas por el cariz de los acontecimientos, lo harían en dirección al reino de los francos. Esta doble dirección marcaría de forma decisiva la posterior creación de los reinos cristianos, que articularían el mapa político peninsular durante los mil años siguientes.