Lo confieso, yo tampoco había oído hablar de Fran Lebowitz antes de ver la serie de siete capítulos de Pretend it's en city, traducida por Supongamos que Nueva York es una ciudad, que su amigo Martin Scorsese le ha regalado en Netflix. Ahora ya me he procurado de segunda mano los dos volúmenes de artículos disponibles en nuestro país, Vida metropolitana y Breve manual de urbanidad, publicados ambos por Tusquets el año que nací, hoy hace treinta y siete años exactos, y no puedo salir a la calle con mi abrigo y mi bufanda sin oírme reflejado en ella cada vez que abronco un biciclista o un conductor de patinete (especialmente si van por la acera estrecha de una calle del Raval, y no por Madison Avenue).
Como la escritora y humorista también me gusta pasear por Barcelona y leer todas y cada una de las placas, letreros, señales, baldosas o losetas, y tengo una sincera devoción por los libros, que a mí me viene de mis padres y a Lebowitz de la herencia judía, la religión del Libro. Y quejarme, obviamente. Porque si hay alguna cosa que hermana a los barceloneses de los newyorkers –"a fast-walking, a fast-talking person who lives in the best city in the world" tal como leo desde mi escritorio en una sentencia escrita en un papel que compré como souvenir en la librería Strand- es la de estar permanentemente enfadados con una ciudad que no dejaríamos por nada del mundo. Incluso ahora añoro una pizca los turistas que daban imposible el paso por los estrechos calles de Ciutat Vella o se obstaculizaban con mi carrito de la compra, y echo de menos su permanente ruido y algazara... porque no los puedo maldecir.
Hasta aquí, sin embargo, los puntos de contacto con esta chica de Nueva Jersey que llegó a la gran ciudad cuando Times Square todavía estaba dominado por los chulos elegantísimos que evocó David Simon en The Deuce y era probable que un antiguo teatro se desplomara sin que nadie lo encontrara extraño. Una época marcada por la delincuencia y la crisis que no hacían de Nueva York el lugar más recomendable del planeta para hacerse un sitio... pero que atrajo gente tan talentosa como Patti Smith o Robert Mapplethorpe, cuando eran sólo unos niños. Huyendo de una familia judía muy religiosa, Fran –que así es como quiere que tratemos y como nos le acabaremos refiriendo para siempre– fue articulista de Changes antes de ser fichada en el Interview, la revista de Andy Wharhol –a quién no deja por verde–, ocupando el vacío de Dorothy Parker como reina del sarcasmo en punta de lápiz y lengua afilada, como a indispensable de la ciudad que no duerme nunca.
"Nueva York era mejor en los setenta porque era más barata"
¿Quién no querría ser Fran Lebowitz, aunque reconozca sin ambages sus problemas económicos y sus dificultades inmobiliarias y haga décadas que asegura que está a punto de acabar una novela que sabe que nunca publicará? Nosotros, mirándonoslo desde la precaria Barcelona pensamos, si una estrella del periodismo de Manhattan va corta de chaleco, ya nos podemos echar a correr. Enemiga de los turistas, del deporte –hay que ver cómo deja atónito Spike Lee cuándo le dice que la NBA no es cultura–, de los móviles y los ordenadores o de la vida sana, Fran despacha sentencias ante las cuales tratamos de reír tan a gusto como lo hace Martin Scorsese, con una risotada franca y sincera.
Para mí, lo más genuino de Fran es que es capaz de defender las bondades del tabaco –la historia del arte, para ella, es gente charlando y fumando– y evocar su pasado glorioso, sin caer en la postura teerca del abuelo Cebolleta que evoca los felices tiempos perdidos cuando se podía hablar de todo sin riesgo de cancelación. Para ella Nueva York era mejor en los setenta porque era más barata. Lisa y llanamente. Quizás por eso, a pesar de ser una enorme, excéntrica y caprichosa gruñona, no ha caído en la perplejidad despectiva y conservador de los pollavieja –quizás porque a su familia no había una nostalgia feliz, sino el recuerdo de la miserable aldea de Rusia, los barcos llenos llegando a la Isla de Ellis y el peligro de ser deportados. Quizás por eso Lebowitz, que se declara lesbiana no activista, explica sin hacer un escándalo pero sin quitarle ni un gramo de drama, que cuando llegó a la ciudad todas sus amigas hacían de camarera..., con el peaje de tener que irse a la cama con el encargado. La excepción era un bar donde el encargado era gay. Y no contrataba chicas. Por eso para pagarse el apartamento en el Village prefirió hacer de taxista en una ciudad donde los chóferes tienen fama de chalados, o vendedora casa por casa, mujer de la limpieza, lo que fuera menos camarera. Quizás por eso la periodista defiende la importancia de las denuncias del Me too, pero avisa de que hay que fijarse en las que no tienen voz. Como las camareras de entonces.
¿Quién no querría ser Fran Lebowitz? Lo quiere ser, por ejemplo, Laura, de Barcelona, que se atreve a tomar el micro para preguntarle a Fran y Marty si saben cuánto tardará en cobrar la indemnización que le debe el Ayuntamiento de Nueva York después de ser embestida por un coche de policía. No es una intuición. Lo sé porque me lo ha dicho y porque está escribiendo. Y porque me acogió como neoyorquina cuando fui a verla, ahora hace demasiado tiempo para no añorarse.
Huimos de la nostalgia de querer ser lo que no somos y pongámonos abrigo largo y bufanda sobre camisa bien planchada. Salimos a la calle. Buscamos placas que nos expliquen la ciudad y abroncamos a un peatón despistado con el móvil enganchado a los ojos. Seamos Fran Lebowitz.