Por poco observadores que seáis, por poco que os hayáis fijado en cómo cambia, pequeña, nuestra vida de cada día, habréis constatado el siguiente hecho: cada vez fuma menos gente. Ha pasado en los últimos seis u ocho años. Fumar ya no está de moda. Es de boomer, de inconsciente, de adicto. El reducto, la resistencia fumadora, somos cada vez menos, marginados en las puertas de los restaurantes, en los balcones de las fiestas, solos y culpables, quemando el pitillo como si fuera caballo en una cuchara. Quizás no hay nada más triste, más lejos de la poesía y la rebeldía de los inicios fumadores, que hacerlo empujado por la necesidad, chupando deprisa, sufriendo porque entraré y apestaré a humo, que lo tengo que dejar, que lo ha dejado todo el mundo. Mark Twain decía que era fácil, que él había dejado de fumar centenares a veces.
El reducto, la resistencia fumadora, somos cada vez menos, marginados en las puertas de los restaurantes, en los balcones de las fiestas, solos y culpables, quemando el pitillo como si fuera caballo en una cuchara
Un cliché de autor intenso y torturado
Queda lejos, la época dorada de los fumadores. Es como si no hubieran existido nunca aquellas noches de discotecas fumando toda la noche, de tener que dejar la ropa fuera de la habitación y que te oliera a humo incluso la goma de las bragas. Ni recuerdo cómo nos lo debimos hacer para beber, bailar y fumar aglomerados sin quemarnos continuamente (supongo que nos quemábamos, pero la tendencia a idealizar cualquier tiempo pasado hace que tenga muy poca importancia). Ya hubo la primera gran revolución del tabaquismo en forma de tabaco de liar. De golpe, muerte al tabaco industrial. De repente, los de liar eran mucho mejores, mucho más sanos, mucho más baratos, mucho más duraderos, mucho más ecológicos, mucho más de intelectuales de izquierdas. Parecía que aquello fuera fumarte el cielo de alta montaña. Los he odiado siempre. Me marean, se me hacen pesados y me llenan el pecho y no los siento pasar por la garganta. Yo me mantuve, fiel y sometida, a los paquetes de Nobel que habíamos estrenado a las puertas del instituto cuando hacíamos 4º de ESO y que fumábamos antes de las ocho de la mañana y sin haber ingerido ni un café (paradójicamente, se ve que todavía no tomábamos café). Eso, ahora, en las puertas de los institutos ya no pasa. Y suerte.
Voces que fuman en la pantalla y encenderías uno detrás del otro, igual que la necesidad de comer espaguetis con tomate después de ver La vie de'Adèle
Dicen que el tabaco tiene efectos beneficiosos. No os engaño. Otra cosa es que sean incomparables en todo aquello que tiene de perjudicial. Ayuda a mejorar la concentración, la memoria, la atención, la ansiedad. A principios de la edad moderna, cuando Europa justo empezaba a ser un continente de fumadores, se creía que hacer un uso moderado iba bien para el asma, para la artritis, para la tos, incluso. Nadie se imaginaba que aquel producto que venía de la América lejana acabaría generando uno de los problemas de salud más graves que tendría que afrontar el mundo, letal como un veneno. En los años treinta y cuarenta, cuando ya se empezaba a hablar, las grandes productoras cinematográficas firmaban acuerdos con las tabaqueras para que John Wayne y Humphrey Bogart fumaran en las películas. Era una estrategia publicitaria prémium, que los ídolos supieran hablar sin sacarse el pitillo de los labios. Es así, voces que fuman en la pantalla y encenderías uno detrás del otro (igual que la necesidad de comer espaguetis con tomate después de ver La vie d'Adèle). Uma Thurman, flequillo y cigarrillo, el interrogatorio icónico de Sharon Stone, Don Draper, Thelma y Louise, Tony Soprano, Natalie Portman en Closer. Quizás sí, que los referentes son poco actuales. Solo recuerdo, de estos últimos años, la Zendaya de Euphoria, pero creo que eso que fumaba no era tabaco.
Es Paul Auster, el admiradísimo Paul Auster, en la portada de su Diario de invierno delante de la máquina de escribir
Fumar es de cliché de autor intenso y torturado. Es de los malos y de los héroes. Es una excusa, es otro café. Es lo transcendente de mirarte por dentro como si tuvieras que resolver el mundo. Son las penas hondas de los veinte años en un piso de estudiantes. Es Paul Auster, el admiradísimo Paul Auster, en la portada de su Diario de invierno delante de la máquina de escribir. Es la sensación de inmortalidad de la primera vez que pruebas uno y no entiendes que la gente pierda el culo por aquello horrible. Es decir que lo dejas cada mañana de resaca. Es patético como calmar la culpabilidad de ser un fumador empedernido con otro cigarrillo. Es Lázaro de Tor y sus secretos. Seamos sinceros, ahora, entre el resultado de las elecciones y que la RENFE circulará con demora tres o cuatro meses, no es un buen momento para dejarlo. Ya vendrá la calma y entonces sí. Escribo esta última frase y salgo un momento al balcón.