Netflix es una caja de bombones tal como la describía Forrest Gump: nunca sabes qué te encontrarás. Y desde que se convirtió en un gigante de la industria audiovisual, se ha caracterizado más por su capacidad de frustrar expectativas que por la coherencia de los resultados. Es decir, que todo está muy bien empaquetado y vendido, pero lleva una buena temporada en que sus series tienden a la dilatación y la intranscendència, hasta el punto que buena parte de ellas parecen concebidas para el olvido inmediato. Todo eso no quita que, de vez en cuando, puedan pagar justos por pecadores, y que la plataforma dé cabida a materiales que merecen no pasar desapercibidos. Es el caso de Gambito de dama, una miniserie basada en una novela de Walter Tevis sobre una chica huérfana, Beth Harmon, que desarrolla un don único para jugar a ajedrez y, mientras afronta sus numerosos problemas emocionales, aspira a convertirse en la mejor jugadora del mundo. La acción se sitúa en plena Guerra Fría, y las resonancias de la política se conjugan con el papel de la mujer en una sociedad que insistía en otorgarle un rol predeterminado.

Una secuencia de Gambito de dama la serie que narra la historia de una chica huérfana que aspira en convertirse en la mejor jugadora de ajedrez del mundo / Netflix

El creador de la miniserie es Scott Frank, guionista consumado que ya había dado dos grandes alegrías como director: la adaptación cinematográfica de Caminando entre laso tumbas y la magnífica serie Godless, también para Netflix. El primero que llama la atención de Gambito de dama es que abre muchos frentes sin perder los anillos en ninguno. Hay, por una parte, un esmerado retrato de personaje, una mujer sola abriéndose camino en un mundo de hombres que no está dispuesta a dejarse dirimir por las ninguna de sus normas; es cierto que incurre en algunos clichés (especialmente cuando se dedica a explorar el previsible descenso a los infiernos de la protagonista), pero su estudio de la anomalía en un contexto de rigideces está ejecutado con sentido y sensibilidad, incluso en aquellas escenas escritas al límite de la verosimilitud. Por otra parte hay el sustrato político, el perfecto contrapunto del viaje de Beth Harmon hacia la aceptación y la conciencia de ella misma.

Resulta muy ilustrativo, en este sentido, el tratamiento visual del personaje, que pasa de ser el peón de un tablero controlado por otros a la verdadera reina de la partida, resaltándose en aspectos como el uso del color o su creciente preponderancia a la escena. Y finalmente está la tensión narrativa que desprenden las partidas de ajedrez, rodadas con tal entusiasmo que te acaba pareciendo que se juega mucho más que las aspiraciones de unos personajes. No es la primera ficción en la que se adentra, pero desde la injustamente olvidada En busca de Bobby Fischer que no se explicaba el juego tan bien en pantalla. Nada de todo eso habría sido posible sin una protagonista a la altura, pero Anya Taylor-Joy confirma lo que pensabas mirando Múltiple y La bruja: que es una de las mejores actrices de su generación.