Todas las reglas necesitan excepciones. Es por eso que, a veces, de las derrotas no se aprende nada. Así lo creía Agustí Calvet (A.K.A. Gaziel), que, más allá de escribir crónicas periodísticas, dedicó una parte sustancial de su tiempo a estudiar tanto la relación de los catalanes con el arte de la derrota, como su profunda incapacidad para extraer algo bueno. De este interés, reforzado por la catástrofe de 1939, nació Quina mena de gent som, un conjunto de ensayos rescatados por la Editorial Diéresis y que tratan de averiguar las causas que han convertido a nuestro pueblo en uno de los peores jugadores de cartas de la Europa Occidental. La metáfora no es mía, sino del autor, que, sin abrazar el victimismo característico de las naciones maltratadas por la historia, no tiene ningún problema en responsabilizar de los fracasos de Catalunya a la misma Catalunya, patria donde, desde la batalla de Muret, nada ha ido en la dirección correcta.

El autor, sin abrazar el victimismo característico de las naciones maltratadas por la historia, no tiene ningún problema en responsabilizar de los fracasos de Catalunya a Catalunya misma, patria donde, desde la batalla de Muret, nada ha ido en la dirección correcta

El fracaso de Catalunya, a menudo atribuido a la mala suerte o a la perversidad de sus enemigos castellanos y franceses, no es, según Gaziel, culpa de la casualidad. Como él mismo nos explica en El desconhort, último y más crudo de los capítulos del libro, no hay ningún pueblo que haya podido esquivar la fatalidad o "les pegues" del destino, categoría en la cual habría que incluir las muertes anticipadas de Ramon Berenguer IV (1113-1162), Pere el Gran (1240-1285) o Enric Prat de la Riba (1870-1917). Ahora bien, a estos hechos inevitables, el autor opone la importancia —según su opinión mucho más definitoria— de "fallos de orden humano", como la asunción por parte de los condes de Barcelona de un "papel de Cenicienta dentro de la Corona real aragonesa", la elección del candidato Trastámara durante el Compromiso de Caspe por parte de personajes como San Vicente Ferrer o el nefasto papel de Lluís Companys durante los Fets d'Octubre de 1934.

Nación Prozac

Partiendo de esta base y añadiendo a la ecuación un prólogo escrito por Màrius Carol —poco sospechoso de optimismo hacia la causa catalana—, el libro no parece un espacio muy propicio para el cultivo de la esperanza nacional. La verdad es que no lo es. A diferencia de lo que marca nuestra tradición política, Gaziel no solo niega la posibilidad de constituir un Estado Catalán ("nunca Catalunya ha sabido actuar con verdadera plenitud política"), sino que considera inviable cualquier tipo de coexistencia pacífica con Castilla, a quien define como el paradigma de los pueblos "dogmáticos", incapaces de entender nada que tenga que ver con "hechos diferenciales, descentralizaciones, autonomías, federaciones o diversidades de otro tipo". La tragedia está servida y llega un punto en que servidor se pregunta si el objetivo del escritor de Sant Feliu de Guíxols –y de los que han decidido reeditar su obra– no es el de generar un aumento exponencial en las ventas de Prozac en la catalana tierra.

Alguien podría pensar que el contexto especialmente oscuro en el cual se escribieron los artículos —ideados entre 1938 y 1947 y marcados por la crudeza del exilio—, justifica el grado de pesimismo que inunda sus páginas. Esta posibilidad queda descartada en el momento en que Gaziel nos presenta su teoría sobre los pueblos remolcadores (también llamados "quijotescos" o "heroicos") y los pueblos remolcados (o "sanchopancescos" y "antiheroicos"). Haciendo gala de una especie de Darwinismo de las civilizaciones, el autor considera que la nación catalana, como la judía, está condenada a formar parte de este segundo grupo, teoría que avala a través de un desfile de tópicos similares a los que fundamentan el corpus ideológico de los editoriales de La Vanguardia. ¿Qué tipo de gente somos los catalanes? Gente trabajadora, juiciosa, de bien, que "de las piedras hacen panes" y este tipo de cosas, pero a quien, ante la embestida constante de Castilla, solo queda la opción de recomendarles la misma paciencia martirológica que Elena Francis sugería a las mujeres maltratadas.

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Cubierta de la recopilación de ensayos de Gaziel, Quina mena de gent som

Agustí Calvet nos habla de un futuro en el cual Catalunya sobrevivirá gracias a su inclusión dentro de una estructura internacional equiparable a unos futuros Estados Unidos de Europa

Si eso fuera todo, no me quedaría otra opción que desaconsejar la lectura de este libro a cualquier catalán que cultive todavía un poco de amor propio o que, simplemente, no quiera hundirse un poco más en la espiral desmoralizadora de la cultura autonómica actual. Ahora bien, entre las toneladas de autocastración espiritual que puede encontrarse, el libro esconde un revés inesperado, una especie de llave del tesoro que lo convierte en un documento a tener en cuenta. Cuando Gaziel nos habla de la condena de la nación catalana a no poder obtener la forma de un estado, nos lo dice desde la convicción profunda que "el ciclo nacionalista" iniciado en el siglo XVIII con la creación de los primeros estados-nación tiene los días contados. En un ejercicio que recuerda un poco a La Matemàtica de la Història de Alexandre Deulofeu, Agustí Calvet nos habla de un futuro en el cual Catalunya sobrevivirá gracias a su inclusión dentro de una estructura internacional equiparable a unos futuros Estados Unidos de Europa.

A riesgo de parecer excesivamente optimista, todavía más si tenemos en cuenta el escaso interés que en nuestro país generan las elecciones al Parlamento Europeo, creo que un mensaje así es lo suficientemente importante, sobre todo para poner un poco de luz en la oscuridad autocompasiva que se ha apoderado de ciertos sectores del nacionalismo catalán. Si Gaziel pudo imaginar un futuro mejor con los tanques recién entrados por la Diagonal, nosotros tenemos, también, el derecho de hacerlo. Quizás es un tópico, pero de la misma manera que todas las reglas tienen sus excepciones, está demostrado que la esperanza es la última cosa que se pierde.