La reclamación de Gibraltar ha sido, históricamente, el instrumento recurrente de los gobiernos españoles acosados por las crisis. El recurso del nacionalismo para apagar la contestación social. Y para atenuar la presión internacional. El régimen franquista hizo de Gibraltar una cuestión que operaba como una válvula de escape. Durante los años sesenta del siglo pasado, coincidiendo con un creciente descrédito internacional de la dictadura, el mensaje “Gibraltar español” se intensificó. Pero la historia británica de Gibraltar, en su origen, no justifica las actuales reclamaciones españolas. Ni las pasadas. Gibraltar, Menorca y Catalunya son tres ejemplos paradigmáticos que explican cómo se construía el poder en el alba de la era moderna, de la razón de Estado.
Corría el año 1700 y Europa se preparaba para una gran guerra de alcance continental. El conflicto de los Treinta Años del siglo anterior –la primera gran guerra europea- se había cerrado en falso. Ni los ganadores habían triunfado plenamente ni los perdedores habían sido derrotados definitivamente. En la corte de Madrid acababa de morir –sin descendencia- Carlos II, el monarca de un imperio fantasmagórico carcomido por la corrupción política, asfixiado por la persecución religiosa y deslegitimado por los conflictos sociales y nacionales. Francia, Holanda, Inglaterra y Escocia -las potencias ganadoras- vieron la oportunidad de desguazarlo definitivamente. Y de repartirse los restos. La ley biológica del “nacer, crecer, reproducirse (si se puede) y desaparecer” aplicada a las naciones y a los imperios. Y Austria, derrotada e irascible, vio una posibilidad de redención y se añadió a la fiesta de la leña y del árbol caído.
Se han publicado muchos trabajos de investigación probando –o tratando de hacerlo- la falsedad del testamento de Carlos II. En la corte de Madrid había varios partidos y todos hicieron lo que convenía para imponer a su candidato. Finalmente –falsificando o no el testamento- se impusieron los partidarios del Borbón (el primero) que imaginaban una nueva Castilla regenerada con la maña y el ímpetu del gallo francés. Definitivamente triunfando por todos los confines peninsulares. Esta había sido la opción de la aristocracia cortesana, los que se hacían llamar “grandes”. Y acto seguido se desató un saco de episodios críticos –sociales y económicos- por toda Europa que anunciaban un conflicto de grandes dimensiones. Inglaterra y Escocia, que tenían el propósito de controlar la totalidad del comercio con América, pretextaron que el acceso de los Borbones (en París y en Madrid) rompía el equilibrio europeo. Y encontraron la solidaridad de intereses de Holanda y de Austria.
Control del espacio ibérico
Pero el bloque antiborbónico no era un cuerpo homogéneo. Inglaterra y Escocia –la unión británica no se produciría hasta 1707- y también Holanda; tenían tantos motivos para desconfiar de los Borbones como de los Habsburgo que tenían un pie en Viena y querían poner el otro en Barcelona. Porque si una cosa nos revela el estudio de aquel periodo, es que el archiduque Carlos de Habsburgo –el pretendiente austríaco al trono hispánico- nunca se convenció plenamente de que podría ser el rey de todas las naciones hispánicas. A pesar de los esfuerzos y las campañas, como máximo lo podría ser de los territorios de la antigua corona catalano-aragonesa. Y el transcurso de la guerra, que empezó en 1705, lo confirmaría. En aquel punto, las diplomacias inglesa y holandesa, imaginaron el peor de los escenarios y trazaron un plan B que –aceptando al Borbón en Madrid- consistía en tener bajo control más o menos directo los territorios más estratégicos del espacio ibérico.
De aquellos días viene la conquista de Gibraltar. Año 1704. La historiografía oficialista española dice que la flota venía de un intento fracasado de conquistar Barcelona, que todavía no se había decidido a ponerle los cuernos al Borbón. Y yendo hacia Lisboa –los portugueses también se habían añadido a la fiesta de la leña y del árbol caído- para no decir que habían estado de “crucero” por el Mediterráneo decidieron quemar toda la munición ante el Peñón. Nada más lejos de la realidad: Gibraltar era el objetivo; y el incumplimiento a propósito de las capitulaciones (las garantías de los ingleses a los gibraltareños castellanos) es la prueba más evidente. El resultado fue la emigración forzada de la población autóctona que fundó San Roque y más tarde La Línea. Una limpieza étnica con música barroca. El gobernador de la plaza fue inglés, nombrado por Londres. Al inicio del conflicto, cuando –en teoría- nadie podía asegurar el resultado final de la guerra.
Ocupación de Menorca
Gibraltar era una plaza de un gran valor estratégico. Lo es –todavía hoy- como el portero de una discoteca vintage que reúne a una clientela que vale la pena conservar. Y controlar. Sobre todo los del lado sur. En cambio el caso de Menorca era diferente, si bien formaba parte de la misma estrategia. La ocuparon en 1708. Menorca estaba –y está- situada en un cuadrante que dominaba todas las rutas navales entre Génova, Marsella y Barcelona. Que era lo mismo que decir entre la república mercantil, la Francia mediterránea y el Principado de Catalunya. Una posición que inspira los hipermercados que –contemporáneamente- se plantan en las afueras de la ciudad para facilitar la compra –en realidad se trata de estimular el consumo- evitando los atascos de tráfico del centro. Estuvieron -excepto breves paréntesis- casi cien años, e introdujeron una numerosa colonia de comerciantes griegos, genoveses, provenzales y catalanes.
Els Nikolaidis, una recomendable novela histórica de Josep Maria Quintana, relata la historia de una de estas estirpes. En Menorca no hubo limpieza étnica. No era necesario. Las oligarquías locales rápidamente leyeron –e interpretaron- el significado de aquella operación. Y se avinieron a ella. Excepción hecha de la curia eclesiástica de la isla, que se posicionó para jugar el papel de la piedra en el zapato del inglés. Un juego de pequeñas tensiones que favorecía más que perjudicaba. La ilustración de la sociedad menorquina fecha de aquella época. También como en el caso de Gibraltar, el gobernador fue nombrado directamente por Londres. Prescindiendo de la opinión del consejo de estado de los Habsburgo que se debatía en los campos de batalla peninsulares. En aquellos días, el País Valencià sublevado en masa contra el Borbón, ya había caído. Xàtiva ya había sido “socarrada”. Pero nadie –en teoría- podía aventurar el resultado final de la guerra.
Colonias americanas
El destino del Principado, los estrategas ingleses, lo estimaron como el caso de la fábrica. El campo catalán había conocido una revolución de cultivos. La viña –que los historiadores de este periodo llaman “planta industrial” - había sustituido parte de la tierra cerealística. Reus, Vilafranca, Manresa y Mataró crecían impulsadas por la industria de la destilería. Un sector que había adquirido la fuerza del textil. Los alcoholes catalanes se exportaban a los mercados inglés y holandés. Y a las colonias americanas de la reina Ana. Y el puerto de Barcelona había sido recuperado y ensanchado con la iniciativa de una burguesía mercantil emprendedora y ambiciosa que lideraba el país. El “pacto de los vigatans” y el de Génova, contemplaban (en el plan B) la posibilidad de convertir Catalunya en una república independiente bajo protección británica. Catalunya, tenía que jugar, en última instancia, el papel de Estado-tapón entre los Borbones de París y los de Madrid.
Finalmente, todo quedó en papel mojado. Las renuncias del Borbón español a los dominios de Europa –que equivalía a decir la definitiva derrota y defunción de las Españas como potencia europea- satisfizo al gobierno británico, y le hizo cambiar de opinión en relación al “caso de los catalanes”. Los británicos abandonaron Catalunya a su suerte. Pero no antes de asegurarse el dominio que ejercían sobre Gibraltar. La documentación de la época explica que el Borbón aceptó complacido regalar la roca a cambio de que los ingleses renunciaran a Catalunya. Pasados los siglos, si se quiere ser fiel con la legitimidad histórica (alerta Rajoy, Iglesias!), la “devolución” de Gibraltar –con el permiso de los “llanitos"- tendría que venir acompañada de la restitución del Tratado de Génova. Y eso significa que David Cameron tendría que celebrar un referéndum catalán a la escocesa. Y en función del resultado consultarnos qué opinión tenemos del Brexit.