"Lo que hacemos en la vida tiene su eco en la eternidad". Y la eternidad recibió con los brazos abiertos Maximus Decimus Meridius, comandando de los Ejércitos del Norte, General de las Legiones Félix, leal servidor del verdadero emperador, Marcus Aurelius. Padre de un hijo asesinado, marido de una esposa asesinada. Esclavo primero, gladiador casi invencible en busca de revancha, "en esta vida o en la siguiente". Roma pretendió hacerlo caer en el olvido, pero la eternidad es todavía más poderosa que el más poderoso de los imperios.
La eternidad dirá también que Ridley Scott ha vuelto a defender el cine espectáculo tal como se concebía hace dos décadas, regresando a uno de los mayores éxitos de su larga carrera
La eternidad dirá también que Ridley Scott ha vuelto a defender el cine espectáculo tal como se concebía hace dos décadas, regresando a uno de los mayores éxitos de su larga carrera. Pero también, y de alguna manera, es posible que la eternidad dicte sentencia y, dedo pulgar hacia abajo, concluya que el cineasta ha patinado haciendo, tarde, mal y excesivamente dictado por el algoritmo, una secuela de la icónica Gladiator. Una segunda parte que, a pesar de ser un entretenimiento de primera división, equivoca del todo el enfoque: 24 años después de aquel fenómeno que recuperaba para el gran público la épica del cine de romanos; 16 años, si atendemos los letreros temporales que indican la acción de esta segunda parte con respecto a los hechos de la primera, Gladiator II nos presenta un evidente juego de espejos con respecto a la original. Y el reflejo empeora la memoria en todo. En absolutamente todo.
Vayamos por partes: en Gladiator II, Ridley Scott y su guionista David Franzoni deciden seguir punto por punto el esquema argumental de la primera película, marcados por el número 2 en caracteres romanos y doblando literalmente la apuesta: con el II del título, llega también la multiplicación por el mismo número de algunos de los elementos claves del original, sin apartarse dos milímetros de todo aquello que ya habíamos visto el año 2000. Para empezar, el esqueleto de la trama viene a ser idéntico, el mismo perro con un collar de diferente color. Es esta decisión de Scott y Franzoni, y el mismo espíritu de la película, los que hacen que sea completamente imposible huir de las comparaciones, evitarlas, dejarlas de lado.
Mezcal + Pascal = Crowe
Como pasaba en el primer Gladiator, la película empieza con un general romano liderando una batalla para seguir ampliando la gloria del imperio: en este caso, es Marcus Acacius (Pedro Pascal) quien comanda los barcos y las catapultas que tienen que asaltar las murallas de Numidia, la última ciudad libre de la África Nueva. Corre el año 200 d.C. y la victoria va acompañada de miles de muertos y todavía más prisioneros, muchos de los cuales acabarán convertidos en esclavos. Uno de ellos, el feroz Hanno (Paul Mescal), seguirá los pasos de tantos antiguos soldados empujados a tratar de no perder la vida entre las trampas de la arena: Ave, Caesar, morituri te salutant. Entrenado como gladiador, Hanno está dispuesto a lo que haga falta para conseguir venganza. En el bando de los vencedores, el general Acacius, adorado por el pueblo y agotado después de años de luchas, solo quiere volver a casa con su familia. Todo aquello que vivía Maximus, el Hispano, el bueno de Russell Crowe, en el primer Gladiator, se divide aquí en el devenir de dos personajes, pero el periplo es exactamente el mismo.
La autoinspiración, para no decir la holgazanería y/o la inercia del copy/paste, o de la dictadura de las empresas de análisis predictivo y de los algoritmos, no se detiene en las dos horas y media de metraje
La autoinspiración, por no decir la holgazanería y/o la inercia del copy/paste, o de la dictadura de las empresas de análisis predictivo y de los algoritmos, no se detiene en las dos horas y media de metraje (la duración, otra coincidencia con respecto al original): en esta secuela también tenemos sádicos emperadores, dos gemelos por el precio de uno; hay intentos de rebelión democrática que no olvida el sueño de Marcus Aurelius, y senadores con talento para la supervivencia ("la política sigue al poder", oiremos decir a uno de ellos, dejando claro que viene de muy lejos la cosa de saber en qué fuego calentarse cuando se dedica al negocio de la política). También hay un general que tiene sus tropas acampadas en la playa de Ostia, dispuestas a todo por fidelidad a su líder en el campo de batalla. Veremos traiciones y un gladiador que no se arrodilla ante nadie (si de caso, lo hace para frotarse las manos con arena antes de una lucha a muerte) convirtiéndose en héroe de las masas. Y combates sanguinarios en el Coliseo, claro está, que son el verdadero motivo de disfrute de Ridley Scott. El juego de espejos al que aludíamos cambia, sí, la ornamentación, los detalles, pero la esencia de la trama es idéntica.
Paul Mescal, magnífico actor en otros desafíos (qué interpretación, la suya, en Aftersun o en la serie Normal People), palidece ante el carisma del Russell Crowe de hace veinte años
Y en la comparación, Gladiator II sale perdiendo. Hablamos, por ejemplo, del reparto: Paul Mescal, magnífico actor en otros desafíos (qué interpretación, la suya, en Aftersun o en la serie Normal People), palidece ante el carisma de Russell Crowe de hace veinte años. Pedro Pascal parece desubicado, buscando la puerta para huir y volver al set de The Last of Us o quizás añorando la ternura de Grogu. La dupla de emperadores repugnantes, interpretados por unos pasadísimos de rosca Joseph Quinn y Fred Echinger, resultan grotescos, una parodia a medio camino entre el Commodus de Joaquin Phoenix y el rey Joffrey Baratheon de Joc de Trons. Y, de entre los secundarios que llenan Roma, y a pesar de la puntual recuperación de un Derek Jacobi completamente desdibujado... cómo se echan de menos actores del nivel de Oliver Reed, David Hemmings y Richard Harris, aquel trío de leyendas del Free Cinema británico de los años 60 que daban solidez a la primera entrega.
Denzel ilumina el camino
Mención aparte merece la exhibición de un Denzel Washington que sí que parece entender el tono que reclama el show: poniéndose en la piel de un tipo de ambición desbocada, traficante de armas, esclavos y gladiadores, el actor se convierte sin muchos problemas en el centro de atención de Gladiator II, robando cada una de las escenas donde aparece con sus intrigas de manipulador malnacido. Es el elemento disonante en medio de tanto autoplagio pomposo, protagonizando una de las escasas líneas argumentales que dan pie a la sorpresa. Y desborda con su mezcla de talento y carisma, no tomándose seriamente ni a sí mismo ni a la misma película.
Mención aparte merece la exhibición de un Denzel Washington que sí que parece entender el tono que reclama el show
Más allá de los historiadores, que deben tenerlo en el centro de una diana llena de dardos; nadie, y tampoco quien firma este texto, podrá poner en duda la capacidad de Ridley Scott para construir un espectáculo apoteósico. Un circo de tres pistas bien nutrido de efectos especiales generados por ordenador (uno diría que hay demasiados efectos y demasiados generados por ordenador), que incluye vibrantes batallas navales, la construcción de una Roma abrumadora, salvajes monos gigantescos y rinocerontes cabalgados como si fueran ponis. Y un Coliseo inundado de agua con tiburones para reproducir la Batalla de Salamina para diversión de un público enfervorizado. Pero el cineasta es quien nos obliga a comparar constantemente, y, con respecto al icónico original, las costuras de este Gladiator II son más que evidentes.
Si quien lee estas líneas es culé, recordará como nuestro señor Pep Guardiola proyectó un montaje de imágenes del primer Gladiator como inspiración para sus jugadores, minutos antes de jugar la final de la Champions 2008-09. Suerte que no lo hizo con esta secuela, o en Can Barça no tendríamos ni sexteto, ni Coldplay y Viva la vida, ni la tercera Champions, ni, probablemente, la cuarta, ni nada de nada.