Aún recuerdo el día en que vi un móvil con pantalla a color por primera vez y me dejé sorprender por una foto ultrapixelada que casi me confirmó que podría viajar al espacio en poco tiempo. Tendría unos 15 años y lo que ahora nos parece una nimiedad arcaica acorraló durante meses a nuestra generación de padres, porque todos queríamos un móvil que hiciera fotos en color, todos queríamos guardar un recuerdo de aquella excursión con la clase de la ESO o mandar una foto por SMS al chico que nos gustaba (a 1 euro y pico cada una, vale decirlo). Hoy no nos podemos imaginar salir de casa sin el smartphone de turno, un aparato que se ha convertido en una extensión de nuestro brazo, en el complemento perfecto para nuestras neuronas.

En la era del like, nos pasamos el día enseñando lo que hacemos, lo que comemos, lo que nos compramos, cualquier información de nuestra vida que, para los receptores, es inversamente proporcional a nuestras ganas de mostrarlo. Stories, posts, tik toks, Instagram directs, las posibilidades se multiplican como panes y peces. Llegamos incluso a condicionar nuestros quehaceres en base a si están (o no) acorde con la moda pasajera del momento —y quien diga que no lo ha hecho nunca, que tire la primera piedra.

Nos vamos a la mierda a pasos agigantados y ningún terminator de última generación con cara de Schwarzenegger vendrá a salvarnos. Pero estas decisiones individuales, aunque generen un efecto espejo en la esfera pública, nos conciernen solo a nosotros. A grandes rasgos, entendedme, no molestan a nadie. La cosa cambia cuando el aparatito del demonio te jode una cita o no te deja ver a tu grupo favorito porque el tipo de delante no para de hacer fotos o vídeos. Sí, vamos a abrir el melón sobre gravar un concierto con el móvil.

Los artistas están polarizados

Nos situamos en un concierto, pongamos que de tu grupo favorito. Hay dos tipos de personas: las que se pasan todo el rato con el botón de REC pulsado o las que se tiran un par de horas de morros porque alguien con complejo de Spielberg se le ha plantado en las narices. Y llegados a este punto, si eres del segundo grupo, poco puedes hacer. ¿Cómo vas a meterle la bronca a alguien solo por gravar con su dispositivo? ¿Con qué superioridad moral te crees para meterte con el poder de decisión de otra persona y cuestionar sus intenciones? Por supuesto, en la dictadura del postureo, no puedes. Así que te resignas. "Encima si lo viera por la tele de casa estaría más cómodo", hasta puede que llegues a pensar.

Pero el debate también se discute entre bambalinas, y no desde ahora. Mientras algunos artistas alimentan el uso de las luces artificiales del teléfono para dar más emoción a sus actuaciones —sin tener en cuenta que dista mucho de la calidez de la llama de un mechero— otros se han posicionado totalmente en contra del uso descarado de móviles durante sus conciertos.

Uno de los primeros fue Van Morrison, cuya organización advirtió por megafonía hace unos años (cuando el uso indiscriminado del aparato estaba algo menos extendido) que si se veía algún flash, el artista interrumpiría su actuación y abandonaría el recinto. O Andrés Calamaro, quien en un comunicado en 2016 pidió al público que guardara los teléfonos apagados y se abstuviera de filmar o sacar fotos, como en un teatro. O Adele, que el mismo año interrumpió un concierto suyo en Italia para pedirle a una fan que bajara la cámara: "¿Puedes dejar de grabarme con esa cámara de vídeo? Porque estoy aquí en directo y puedes disfrutar el concierto en la vida real, mejor que a través de tu cámara. ¿Puedes bajar tu trípode? Esto no es un DVD, es un espectáculo en directo y realmente me gustaría que lo disfrutaras porque hay mucha gente fuera que no ha podido entrar".

Moralidad a parte: ¿son legales estas grabaciones?

Si nos ponemos finos y con la ley en la mano, no. Porque grabar un directo vulnera los derechos de los organizadores de eventos y músicos, ya que a cualquier grupo o músico que está actuando se le considera como artista intérprete o ejecutante, según el artículo 105 de la Ley de Propiedad Intelectual, y esta normativa hace que puedan proteger sus intereses.

Así, el músico tiene el derecho exclusivo de autorizar la fijación de sus actuaciones (la grabación con el móvil sería un acto de fijación), así como los derechos exclusivos de reproducción y comunicación pública de esas fijaciones o grabaciones. Vaya, que siendo puristas, no podríamos grabar nada ni salir indemnes haciéndolo. Pero ya sabemos que las nuevas tecnologías han dinamitado todas estas pautas e, incluso, han facilitado un giro de tortilla: que el artista pueda llegar a beneficiarse de la difusión de su material por parte del público para para promocionar sus temas y espectáculos con publicidad gratuita. 

Cerrar el debate aquí es imposible. Más cuando no sabemos ya vivir sin móvil, más todavía cuando cada aspecto de nuestro día a día requiere de algún dispositivo electrónico. Las posturas son varias y distintas pero, mientras tanto, la revolución tecnológica no cesa y amenaza con arrasarlo todo. Y aquí es donde la cabeza humana tiene un gran reto por delante: dejar que el poder de las máquinas siga su curso o pararnos a pensar qué futuro queremos, valorando si la evolución, a veces, quizás nos hace retroceder más que avanzar.