Siempre he pensado que me gustaría ser propietario de un hotelito por la sencilla razón de poner un ejemplar de Notes disperses en todas las habitaciones, sin excepción. Como aquellos moteles de carretera americanos de piscina sin agua, paredes empapeladas donde todavía hay manchas con la sangre de algún asesinato y colchones que chirrían, pero cambiando la Holy Bible de la mesilla de noche por un libro de Josep Pla. No es ninguna tontería: levantarse cada día y leer un fragmento suyo, sea cuál sea, es un ejercicio de gimnasia matinal, al igual que lo era para mi abuela rezar en el rosario de madera que tenía colgado de la cabecera.
Recuerdo que de cosas como estas hablamos con Joan Safont la primera vez que nos vimos, ya hace años, donde además de preguntarle a qué lugar se había comprado aquel borsalino tan bonito, le pregunté si él también dormía con un ejemplar de El quadern gris entre el despertador y el cargador del móvil. No nos conocíamos de nada, pero la pregunta le gustó, ya que entre planianos hay la misma camaradería que entre los fans del Bitter Kas o de la pizza con piña: somos pocos, pero ejercemos una fidelidad a la causa casi evangélica, quizás porque Pla no sólo nos ha marcado la vida, sino que ha permitido codificar los sentimientos de nuestro país y aprender a describir aquellas cosas que no sabíamos como se llamaban.
En invierno, cuando en días como hoy salgo de casa y veo las lechugas escarchadas en el huerto del lado, recuerdo que de pequeño no sabía como definir aquella blancura encima de las verduras. Un día, sin embargo, con diecisiete años, leí al Avui que Salvador Sostres decía que "Josep Pla va dir-nos que els enciams tenen un fil de neu i ara sabem que allò blanc que tenen els enciams a les fulles es diu fil de neu" y ya nunca más lo he dicho de ninguna otra manera. Yo debía tener entonces diecisiete años y no había leído nunca Josep Pla, porque en el instituto Pla no se leía y en mi casa el único libro que existía era el listín telefónico. Después, en la universidad, el Pla que me explicaron era un preciso narrador, sí, pero ante todo era espía franquista que, además, era un misógino, un machista y un anticatalanista consumado. Por si fuera poco, el libro que me hicieron leer de él era El carrer estret, que seguramente es el peor libro posible para hacer que alguien se dé cuenta que si Plan es especial es porque no es un escritor más y que, por lo tanto, no se tiene que leer como quien lee a un Lluís Ferran de Pol o un Josep Pous i Pagès de la vida, vaya.
A pesar del aburrimiento supremo que me provocó aquella novela, sin embargo, cada mañana seguía viendo el fil de neu sobre las lechugas y un día mi querido Martí Vallès, hermano de un gran amigo, me dijo la frase más importante que un planiano puede decir a un no planiano: "si quieres descubrir Pla, empieza por aquí". En la vida hay el día que a alguien te pasa el primer porro, el día que alguien te deja probar por primera vez un Palo Cortado de Jerez y el día que alguien te recomienda el primer libro de Josep Pla. "Es como aguzar el oído en las conversaciones que tienen los viejos de aquí el pueblo mientras juegan la partida en el bar de La Societat", me dijo. Aquel acto de proselitismo me permitió adentrarme en El pagès i el seu món, al que después seguiría La vida amarga y Girona, un llibre de records, que leí desde mi habitación de la calle Ciutadans en el primero de los seis veranos en que trabajé en la ciudad del Onyar. El golpe definitivo y afortunadamente irreversible para convertirme en planiano, sin embargo, llegó gracias a Enric Vila y su magnífico El meu heroi Josep Pla, que justamente ahora reedita el editorial Bonport.
Pla no se acaba nunca, por eso el escritor ampurdanés es todavía hoy una especie de objeto de conquista por parte de muchos, desde el únionisme hasta el independentismo
Si remarco este libro es porque, a menudo, la figura de Pla es una barrera para esconder su obra. Me lo demostró una amiga mallorquina que este verano, al ver una story mía de Instagram en mi visita semestral al Templo© (la Fundació Museu Pla), me preguntó por qué sentía fascinación por un fascista. Yo no sé qué le enseñaron en su escuela de Inca, pero sé que le recomendé esta magnífica guía planiana escrita por Josep Sala Culell y también el libro de Vila, ya que ayuda a comprender sin tabúes el papel de Pla justo antes, durante e inmediatamente después la Guerra Civil, a menudo tan mal explicado o asquerosamente manipulado. Por eso el escritor ampurdanés es todavía hoy una especie de objeto de conquista por parte de muchos: el unionismo y el federalismo español querría hacérselo suyo con el mismo afán con que quieren apoderarse la Escuela Catalana; el soberanismo ochentaporcentista se lo mira de reojo, en todo caso folklorizándolo como si fuera una barretina comprada en la feria medieval de un pueblo; y el independentismo, cada vez más, pero todavía demasiado poco a poco, parece que empieza a entender que fue Espriu quién dijo que habían "viscut per salvar-nos els mots", pero que en realidad fue Plan quien mejor lo puso en práctica: al catalán no lo salvaría la poesía, al igual que la cantarella y los versos de Mistral no salvaron el occitano, sino que lo salvaría la prosa.
Por eso Pla es inmenso: porque atrapa a gente de todo tipo, desde grandísimos escritores liberales castellanos de como Ignacio Peyró -que titula "Cosas vistas" su columna en El Mundo- hasta militantes de la CUP que se ponen calientes con las descripciones planianas de la Catalunya Norte. Y es por eso que Josep Pla no se acaba nunca, porque cuando a finales de abril no sabes si cambiar al nórdico, leer Les hores es una buena manera de saber si el invierno está muerto. Porque la mejor manera de descubrir Rusiñol todavía sigue siendo Tres artistas. Porque la mejor forma de dejarse cautivar por Cadaqués sin conducir dos horas y hacer trescientas curvas todavía sigue siendo leyendo Cadaqués, al igual que la mejor manera de acompañar un viaje a Italia, al sur de Francia o a la Europa que queda hacia el norte todavía es con los libros de Pla. Porque sentarse en una mesa de cualquier restaurante casero es más agradable después de leer Lo que hemos comido, porque entender que Madrid no es una ciudad, sino uno metonimia política, es más sencillo gracias al Dietario 1921. Y porque aunque Pla no dedicara un solo libro a hablar del amor, incluso cuando nos enamoramos podemos sentir algún día la idealista ilusión de hacer una escapada romántica y decirle a la amada "te presentaré a los 26.637 camareros de café que conozco en Europa, yo que habría querido ser como ellos, un camarero con un gran bigote y un chaleco color de café con leche", como le confiesa a Lilian en aquellas cartas de Un amor de Josep Pla en el Canadell.
De todo eso y muchas más fricadas hablamos el pasado viernes en el restaurante Mimolet de Girona, cuando después de haber defendido su tesis sobre Amadeu Hurtado, el flamante doctor Safont -sin sombrero, pero con chaleco- me presentó ilustres planianos como Xavier Pla, director de la Cátedra Josep Pla, o Francesc Montero, presidente de la Fundació Josep Pla, y de repente Girona dejó de ser Girona para convertirse en Josep Pla Land: una ciudad en la cual la calle de las Escuelas Pías no tiene este nombre, sino "la calle del colegio donde estudió Pla", donde la rambla de la Libertad es "la plaza donde había el café Norat" y donde la calle Pedret siempre será "la calle donde Pla descubrió la ciudad y se quedó tan inmóvil como una perdiz parada por un perro". Una ciudad en la que Pla volvió acabada la Guerra Civil y que plasmó en su célebre artículo en La Vanguardia titulado Retorno sentimental de un catalán a Gerona, donde todo aquello que habían arrasado los faistas que querían matarlo, según dice, le pareció un destrozo.
Por desgracia suya, pocos meses después se dio cuenta de que el destrozo de verdad era el que quería perpetrar el franquismo con el cual se había alineado, pero no destrozando cuatro calles y cuatro puentes, sino una cultura entera. Por suerte nuestra, decidió alejarse y enfrentarse a ello, aunque sin gritar demasiado y sencillamente refugiándose en su masía. Allí escribió mucho, puso su granito de arena para salvar la lengua, construyó la obra literaria más crucial de la literatura catalana contemporánea y expuso puertas afuera una visión muy íntima del mundo, pero sin embargo la más universal que se haya escrito nunca en catalán. Por eso, sin quererlo, nos legó también el ejercicio de hacerse todas las ilusiones posibles y no creer en nada, a pesar de saber que esta ingenuidad, a veces, hace tanto daño como escribir este artículo que ya se ha escrito mil veces antes. Tanto daño, en efecto, como haber nacido en este anormal rincón de mundo donde demasiado a menudo hay que hacer proselitismo de lo que en cualquier otra lado sería absolutamente normal.