El día que mis padres me llevaron al cine a ver la primera de Harry Potter yo tenía 10 años y poca experiencia en adaptaciones cinematográficas. Estaba eufórica. A finales de noviembre hará 20 años pero lo sé porque recuerdo que justo antes del comienzo de la película, ya a oscuras, giré la cabeza hacia la derecha, donde se sentaba mi padre, y salió de mi boca alguna cosa parecida a un suspiro de emoción. Me había leído Harry Potter y la piedra filosofal un par de años antes y no podía esperar a poner cara al niño que sobrevivió y que hizo que toda mi generación sobreviviéramos a las infumables lecturas obligatorias que nos mandaban en el cole. Desde entonces que escucho pros y contras sobre si tenemos que obligar a los niños y niñas a leer obras determinadas – por aquello de incentivar la lectura – o los tenemos que dejar hacer. Sin infravalorar a El zoo de Pitus, Harry Potter se convirtió en el mejor amigo de toda la juventud porque nos enseñó a leer sin pereza y porque, además, insistió en que la magia la teníamos al lado de casa y podía venir de Girona, de Balaguer o de Matadepera.
Estaba Marc Roure como Oliver Wood – el capitán del equipo de Quidditch de Gryffindor. O Pau Parra, aquel personaje que idolatra a Harry y es atacado por el basilisco en Harry Potter y la Cámara de los Secretos; en la versión original, se llama Colin Creevey. O mi preferida: Gemma Gemec, el alias de Moarning Mirtle (en castellano, Mirtle la Llorona). La culpable de este alud magnífico de creatividad es la traductora Laura Orihuela, quien tradujo los cuatro primeros libros del famoso mago. Todavía hay más perlas dignas de remembranza: Nick-de-poc-sense-cap en lugar de Nearly-Headless-Nick (o Nick-casi-decapitado); Ben Babbaw sustituyendo a Peter Pettigrew; y Pelut o Malifet por Fluffy o Crookshanks.
Orihuela tenía sólo 23 años cuando nos regaló estos nombres entrañables, y el fenómeno Harry Potter no era entonces ni un espejismo: a la rueda de prensa de presentación asististieron sólo una cincuentena de personas y nadie, nadie había oído hablar de J. K. Rowling. Antes de la publicación, la autora era una mujer en paro y con problemas económicos que vivía de los subsidios estatales y que escribía en cafeterías. De hecho, el manuscrito de Harry Potter y la piedra filosofal había sido rechazado por una decena de editoriales y algunos le habían llegado a pedir que utilizara un seudónimo para publicar la primera novela. Pero Ernest Folch, editor de Empúries, creyó que la historia del mago tendría éxito y pagó un millón de pesetas por los derechos del libro en la feria de literatura infantil y juvenil de Bolonia.
Mucho más que nombres propios
Mientras en castellano se apostó por mantener los nombres propios intactos – como pasa, en realidad, en la mayoría de traducciones – se decidió traducir sólo algunos secundarios en la versión catalana. ¿Pero por qué? La explicación es puramente semántica y narrativa, y reafirma la imaginación de la autora. Y es que mientras escribía, Rowling ideó juegos de palabras para crear nombres afines a los perfiles y a los caracteres de los personajes, tanto por su significado como por su pronunciación. Traducirlos permitía que estos dobles oídos se entendieran y que el nombre conservara el sentido que la escritora les había querido dar. Exactamente igual que en la versión oficial. Por ejemplo, Adalbert Waffling se traduce como Albert Xarramecu porque waffle, en inglés, quiere decir ser hablador; o Alastor "Mad-Eye" Moody es Alastor "Ull-foll" Murri, ya que moody hace referencia a aquellos que se enfadan enseguida.
La teoría para llevar a cabo este regalo literario es superlativa. Es innegable que se fue puntilloso a la hora de encontrar comparaciones visuales y congruentes que dotaran de personalidad a los personajes en catalán, y hoy que el uso del catalán cuelga de un hilo, la decisión todavía cobra más relevancia. Pero como todo lo que tiene que ver con la lengua y la traducción, en aquel momento también hubo una polémica que se ha mantenido viva. Primero, porque algunos opinan que cambiar los nombres no es fidedigno a la obra original de la autora, por mucho que la intención de los traductores sea la de seguir su criterio al mismo tiempo de formar nuevos nombres; por otra parte, porque esta poca homogeneidad parece indicar que no se estableció ningún criterio para llevar a cabo la traducción. ¿Porque es suficiente verosímil mezclar a una Gemma Gemec con Weasleys, Logbottoms, Dumbledores o McGonagalls?