Siete horas de función, seis entreactos con pausas de diez minutos y dos partes. Quizás eso explique que solo esté cuatro semanas en cartelera, para mucha pena del público. L’herència se ha convertido en uno de los estrenos más relevantes de la escena teatral barcelonesa, ya con todo agotado desde hace semanas. Es una obra colosal inspirada en el libro Howards End de E. M. Forster que desata los amoríos de unos cuantos hombres gais en la Nueva York contemporánea de la primera era Donald Trump, pero que también mira por el retrovisor hacia esa época gris en que una epidemia dejó a millones de homosexuales en las cunetas. Ese es el resumen del texto que encumbró al dramaturgo Matthew López en 2018 y que está considerado como una de las obras cumbre del teatro norteamericano de este siglo, ahora llevado al Teatre Lliure de Montjuïc por Josep Maria Mestres. La sala que la acoge, la Fabià Puigserver, lleva el nombre de un hombre que también murió de sida.
El primerísimo primer acto empieza con un grupo de diez jóvenes amigos deleitosos de contar su historia. Están en una especie de taller de escritura y se enfrentan a la hoja en blanco mientras el profesor Morgan (maravilloso Carles Martínez como guía vital) dirige la correlación de ideas de los chicos con entusiasmo y reflexión. Y de lo pequeño a lo universal, porque sus testimonios acaban construyendo una radiografía transversal, emocional y política sobre el amor en los tiempos del sida, los miedos del colectivo y la importancia de recordar y redefinir la lucha gay en la contemporaneidad.

El talento actoral es lo que más brilla en una obra formada por 13 intérpretes —15 personajes— cuya bestialidad escénica no solo la marca la calidad excelente de su trabajo, sino la capacidad de aguantar sus respectivos roles durante siete horas sin pestañear. Hay personalidades diferentes, pero todos están marcados por cómo les ha condicionado su orientación sexual a la hora de vivir. Desde la sensibilidad desmesurada de Eric Glass (Albert Salazar) y su necesidad de crear vínculos a la profunda herida del personaje interpretado por Abel Folk, empresario multimillonario y neoliberal que convive con el trauma de la generación de los 80. Ojo con Carlos Cuevas, porque supera con creces la etiqueta de macarra encantador y logra firmar uno de los mejores personajes que se le han visto, narrando un personaje puntiagudo y complejo que le tiene pánico a la soledad. Y qué decir de la solvencia soberbia de Marc Soler. Oiremos hablar de él.
L’herència es adictiva, es como sentarte a leer y devorar el libro en una tarde
L'herència es imponente en todo su esplendor, aunque hay dos momentos cúspide que se pegan a la retina. Uno es el monólogo de Carles Martínez, imperdible en toda su profundidad. El otro es el final de la primera parte, que es directamente un criadero de lágrimas. El sida sobrevuela la escena todo el rato, como si fuera un fantasma. A los hombres gais no querían atenderlos. Eran apestados, apartados y exiliados de las calles. Morían en sus casas ahogados en su dolor. Su eco todavía puede escucharse: los homosexuales tenían prohibido donar sangre en Francia hasta 2022, por poner solo un ejemplo del estigma contemporáneo.
La comunidad lo es todo y el montaje se encarga de recordárnoslo todo el rato. Por la comunidad sobrevivieron muchos homosexuales y gracias a ella también se ha transmitido este legado. La casa de Salazar se convierte en un refugio donde poder estar juntos y acaba siendo una aliada más de sus secretos, y la reflexión política se entremezcla con las vidas corrientes de los protagonistas y les pone contra las cuerdas. ¿Qué hacer para que las luchas disidentes sigan teniendo sentido? ¿Cómo huir del estereotipo sin hipotecar la libertad? ¿Se puede unir el pasado y el futuro sin un presente fuerte? Las referencias literarias o históricas que citan los personajes requieren concentración exclusiva y dan ganas de parar cada escena para coger la libreta y tomar nota. L’herència es adictiva. Es como sentarte a leer y devorar el libro en una tarde.
