La historia de Catalunya entre los siglos XIII y XVI está marcada por la expansión mediterránea y especialmente, por la lucha entre la corona de Aragón y la casa de Anjou, una guerra por el dominio, sobre todo, del sur de Italia, que comportó un estadio de guerra de casi doscientos años, desde las Vísperas Sicilianas de 1282 hasta la brevísima invasión francesa de Nápoles de 1495. Exactamente dos siglos que sirven al historiador británico David Abulafia -descendiente de judíos sefardíes- para titular así, La guerra de los doscientos años (Pasado & Presente, 2017), su ensayo sobre un periodo de la historia europea tan agitado, como, ciertamente, desconocido actualmente.
Precisamente, uno de los valores del libro es situar el foco de atención fuera de las historias nacionales oficiales, ya sean la española, la italiana y, también, la catalana. De hecho, la aventura mediterránea de la corona de Aragón, con las conquistas, a partir del siglo XIII, de las Illes Balears, de Sicilia, posteriormente de Cerdeña y Nápoles, los intentos de ocupar Córcega, la influencia en Albania y el exotismo de los ducados almogávares de Grecia conforman unos episodios que, más allá de despertar viejas glorias de un pasado medieval románticamente sobredimensionado, lo que hacen es constatar la existencia de un proyecto expansivo sustentado no bajo un concepto territorial-nacional sino como iniciativa de una casa real, la casa de Barcelona -continuada por los Trastámara a partir de Caspe- en una época en que las monarquías se repartían el poder en Europa por la fuerza de las armas y la de la fe, por este orden.
Por eso mismo, Abulafia sabe dar las claves de un periodo histórico, el de la Baja Edad Media, que nada tiene que ver con pretendidos proyectos nacionales que nos habrían llevado, de forma inexorable, al presente actual, donde la historia de Europa demasiado a menudo se reduce a la conclusión que el presente no podía haber sido de ninguna otra manera. Así las cosas, el autor explica los enfrentamientos entre los angevinos -a menudo considerados los enemigos número uno del casal de Barcelona-, con los monarcas de Aragón, en un juego de ajedrez -de tronos para ser más modernos- en que el papado también tiene su relevancia a la hora de otorgar y denegar reinos, eso sí, sólo convalidados por la fuerza de las armas, no de la fe. Y al fin y al cabo sin olvidar la importancia del emperador del Sacro Imperio, un actor con un papel relevante en la península Itálica, ya que la expansión catalana por aquellas tierras debe entenderse también como parte de los enfrentamientos entre los güelfos -defensores del papado- y los gibelinos -defensores del imperio-, que será el bando en que se moverán los reyes de Aragón.
Sicilia, la joya de la corona
En este estado de cosas, la isla de Sicilia, la mayor del Mediterráneo, se sitúa como centro de esta historia de guerra entre los Anjou y el casal de Barcelona. Conquistada por los normandos a los sarracenos en el siglo XI, la corona recayó a principios del siglo XIII en Federico II Hohenstaufen, emperador del Sacro Imperio. A mediados del siglo XIII, los Anjou, señores de la Provenza, reciben del papado la promesa del trono siciliano -que incluye Nápoles, es decir, las Dos Sicilias-, hecho que marcará la llegada de esta casa francesa a la zona después de vencer, de la mano de Carlos de Anjou, a los herederos Hohenstaufen. Ahora bien, el descontento por el gobierno de los Anjou y la existencia de un poderoso rey con capacidad de reclamar -por la vía de los derechos pero sobre todo de las armas- el trono de Sicilia marca la llegada de los intereses catalanoaragoneses a la zona.
Este rey es Pedro el Grande -III de Aragón, II de Barcelona-, casado con Constanza de Hohenstaufen, heredera del reino, y que tomará la corona de Sicilia a raíz de la revuelta de las Vísperas sicilianas en 1282. A partir de aquí el reino de las Dos Sicilias queda dividido, con la isla para los reyes catalanoaragoneses y el territorio peninsular para los Anjou, hecho que hará que a lo largo de los dos siglos siguientes se sucedan los intentos de unos y otros de reunificar el reino, y siempre con la intervención del papado, el imperio, y otras potencias europeas, como el rey de Francia.
Es decir, Sicilia es un actor de primer orden de los juegos de estrategia globales y del equilibrio de poderes, hecho que marca no sólo la intención de expansión mediterránea de la Corona de Aragón, sino su influencia en la política de alcance europeo de la época.
Con altibajos, tanto para los Anjou, que finalmente perderán el reino de Nápoles a favor de Alfonso el Magnánimo -V de Aragón, IV de Barcelona-, como para la corona de Aragón, que verá como el Compromiso de Caspe marca el final del Casal de Barcelona y la llegada de monarcas castellanos, la historia que relata La guerra de los doscientos años acaba siendo la narración de un episodio completamente necesario para comprender la realidad del sueño mediterráneo de la Catalunya medieval.
Cuestión de nombres
Como cuestión al margen pero significativa para el lector catalán, en la siempre complicada disputa por la nomenclatura que hay que dar a aquellos territorios que formaban la corona de Aragón, Abulafia toma partido por designar la unión de Aragón y el condado de Barcelona con el nombre de corona catalanoaragonesa, entendiendo que fueron los catalanes los que llevaron las riendas de la expansión mediterránea. De hecho, el autor siempre se plantea la corona como la unión de "cinco Reinos y un Principado" -es decir, Aragón, Valencia, Mallorca, Sicilia y Cerdeña, y Catalunya-, y concluye que la expansión de la corona no tenía por qué estar circunscrita a la conquista de terriotrios concretos como Sicilia, sino que podía haber ido mucho mas allá.
"El de Aragón es sin duda un nombre poco apropiado", señala el autor, para marcar las diferencias del proyecto aragonés y del catalán, el primero con la vista puesta en Navarra y el interior de la Península y el segundo asomado al Mediterráneo. Serán estos factores diversos los que compondrán finalmente una corona basada en la existencia de entidades claramente diferenciadas, una situación que, con sus momentos de gloria y decadencia, se mantendría hasta la Guerra de Sucesión y la liquidación, de la mano del primer Borbón en España, de la Corona de Aragón y los Estados que la componían. Que Felipe V fuera duque de Anjou no deja de ser una ironía dramática de la historia.