En el año 1574, el corsario Kilij Alí llegaba triunfante a Estambul tras recuperar Túnez de manos españolas. El Cuerno de Oro se iluminó con fuegos nocturnos y las salvas de honor celebraban la gran victoria del sultán, el gran caudillo de las fuerzas musulmanas, sobre las cristianas por el control del Mediterráneo. Y eso pasaba justo tres años después de la batalla de Lepanto y seis antes de que el sultán Murad III y el monarca español Felipe II firmaran una paz que pondría punto final a una guerra total que enfrentaba a musulmanes y cristianos -con el imperio otomano de un lado y la corona española del otro-, desde principios de siglo y que, al final, entre victorias y derrotas sonadas por ambos bandos, acabó con un mar dividido pero razonablemente pacificado.
La historia de cómo se llega a esta 'pax mediterránea' es la que explica el libro Imperios del mar. La batalla final por el Mediterráneo 1521-1580, de Roger Crowley (Àtico de los Libros, 2018). El autor, que también ha publicado los libros Constantinopla 1453 y Venecia. Ciudad de fortuna, es uno de los mejores especialistas contemporáneos de la historia en el mar Mediterráneo y su narración, más allá de un estilo vivo, vibrante y didáctico, es capaz de poner distancia con las historias nacionales que hasta el momento habían servido para explicar uno de los enfrentamientos más significativos de dos maneras de ver el mundo, y no únicamente desde un punto de vista religioso, que también, sino social y político.
Rodas, una isla de... piratas
En el año 1521, la isla de Rodas, situada a sólo 18 kilómetros de la costa de Anatolia era, literalmente, un grano en el culo del imperio otomano. Ocupaba la isla una reliquia de la época de las cruzadas, los Caballeros de la Orden de San Juan, también conocidos como los Hospitalarios, unos defensores de la religión cristiana en tierra de infieles que los otomanos veían, simplemente, como piratas que asolaban las costas próximas, entorpecían el comercio y esclavizaban a los hijos del profeta Mahoma. En estas que el sultán Solimán –llamado El Magnífico- acababa de subir en el trono y, tal como pedía la tradición, necesitaba asegurar su poder con nuevas conquistas de manera tal que fijó los ojos en esta isla. Dicho y hecho, al año siguiente la conquistó, expulsando a los caballeros hospitalarios a la isla de Malta, situada en el centro de lo que los otomanos denominaban el Mar Blanco -en contraposición al mar Negro, que todavía hoy conserva este nombre también entre los cristianos.
Mientras tanto, en la otra punta del mar, en la península Ibérica, un joven rey llamado Carlos gobernaba, por primera vez en la historia, las coronas de Castilla y Aragón y hacía frente a su vez a los piratas que asolaban las costas de sus dominios, tanto en la península Ibérica como en la Itálica y en las islas de en medio. Entre sus más peligrosos enemigos estaban los hermanos Barbarroja, que eran al mismo tiempo piratas para unos y luchadores de la fe para los otros. Vaya, como los caballeros Hospitalarios del párrafo anterior pero en sentido contrario.
En el caso de los musulmanes sin embargo, según cuenta Crowley, había un elemento añadido que diferenciaba el interés de unos y otros por el mar Mediterráneo. Mientras los cristianos que luchaban en esta parte de mundo se afanaban por huir a buscar aventuras en el Perú de las ciudades forradas de oro, para los musulmanes el Magreb era su Nuevo Mundo, un lugar donde se podían hacer ricos con el asalto a las poblaciones desprotegidas y con el comercio de esclavos hasta el punto que Jeireddín Barbarroja "en diez años se llevó a diez mil personas sólo del tramo de costa entre Barcelona y Valencia".
Corsarios por aquí, corsarios por allí
Con todo, la práctica de la piratería no era exclusiva de las naves provenientes del norte de África. Por ejemplo, el almirante genovés Andrea Dòria, que no tuvo muchas manías de dejar colgado al rey de Francia para pasar a servir al monarca español, en el año 1532 saqueó la costa del Peloponeso bajo las órdenes del emperador Carlos, un hecho que llevaría indefectiblemente al primer gran enfrentamiento de flotas, que tendría lugar a Prevesa -en la costa griega, unos cien kilómetros al norte de Lepanto- y que uniría en el campo de batalla -o quizás mejor, en el mar de batalla- a dos nombres emblemáticos, Andrea Doria y Jeireddin Barbarroja. El resultado, victoria brillante del segundo.
En esta situación, el emperador Carlos intentó tomar la revancha atacando Argel, uno de los principales puertos de piratas berberiscos. Corría el año 1541 y la flota española sufrió una nueva derrota, con la pérdida de "140 veleros, 15 galeras, 8.000 hombres y 300 aristócratas españoles". De hecho, según las crónicas musulmanas del momento el mercado de esclavos quedó tan saturado que los precios iban tirados por el suelo, como los mismos esclavos, a no ser que tuvieran un poco de pedigrí, como el escritor Miguel de Cervantes, que estuvo preso en Argel durante cinco años a la espera de un rescate que finalmente, en su caso, llegó.
La guerra, una industria en sí misma
El caso es que en aquella época, cuando la guerra y la piratería se hacían en galeras a remo, lo que realmente se necesitaba era, precisamente, remeros, que podían ser contratados, pero que en general eran o esclavos o galeotes, eso es, reos condenados a galeras. Y como una galera de la época podía llegar a llevar tranquilamente trescientos remeros que acostumbraban a trabajar encadenados, el hundimiento de un barco representaba un coste más alto en vidas humanas -mejor dicho, en las dificultades para reponerlas- que no el daño material de la pérdida de la galera.
Al fin y al cabo, como el perro que se muerde la cola, se generaba una necesidad de hacer incursiones en las costas para poder capturar esclavos que permitieran hacer más incursiones en las costas para poder capturar a más esclavos...
Es en este contexto y en las tiranteces continuas entre españoles y turcos que se produjo un nuevo desastre para la parte cristiana el año 1560, la derrota de la isla de Yerba -que los castellanos llamaban a Los Gelves-. La victoria otomana los enardeció lo suficiente como para intentar cobrar una pieza de caza mayor, la isla de Malta, justo en medio de todas las rutas, separador del Mediterráneo occidental y el oriental y punto de salida para cualquier operación ambiciosa, porque en el marco religioso de la época, los turcos soñaban con llegar hasta Roma y los cristianos, como no, con recuperar Constantinopla y, con el tiempo, Jerusalén.
Malta en el centro del mundo
Como se ha dicho, Malta está en el centro del Mediterráneo y, el año 1565 estuvo también en el centro del mundo, porque allí se vivió uno de los asedios más épicos de la historia. La guarida de los caballeros Hospitalarios era una fortaleza que daba más ventajas a los defensores que a los atacantes, que tuvieron que hacer un amplio despliegue logístico para trasladar a la isla todo el bagaje necesario -madera, agua, alimentos, munición, soldados... - siempre con el peligro de que una flota cristiana proveniente de Sicilia les malbaratara la fiesta.
Desde mayo hasta septiembre, los turcos intentaron de todas las maneras posibles vencer la resistencia maltesa pero no lo lograron. Y finalmente llegó la flota que tenía que socorrer los asediados y el asedio acabó en fracaso. El día 11 de septiembre, por cierto.
¿La partida había acabado en tablas? No exactamente. En el año 1568 estallaba en Andalucía la rebelión -sería más apropiado llamarla guerra- de las Alpujarras. Con la población morisca -musulmanes obligados a cristianizarse- levantada armas ante los intentos uniformizadores dictados bajo el reinado de Felipe II de Castilla que, entre otros detalles, los obligaban a aprender castellano y abandonar la lengua, los nombres y las costumbres árabes. Como se veía a venir, los sublevados contaron con el apoyo turco.
Y ahora Chipre
Aunque la revuelta fue sofocada, Felipe II se dio cuenta de que a pesar de la victoria en Malta no podía dar por cerrado el contencioso y había que tener un ojo puesto en aquel mar que le separaba de Istambul. Por la parte turca, el nuevo sultán Selim II, que subió al trono en 1566, se fijó en la isla de Chipre -sí, otro grano en el culo en aguas musulmanas- para dar seguimiento a la tradición de asegurar el poder con nuevas conquistas.
Chipre era entonces una colonia veneciana, y el ataque turco en 1570 obligó a la Serenísima República a buscar el cobijo de la Santa Sede y la corona española para dar forma a una alianza llamada Liga Santa que tendría que liberar la isla. Después de un primer fracaso estrepitoso de la flota aquel mismo año, que se acabó retirando sin presentar batalla, en 1571 la flota de la Liga volvió a hacerse al mar con el objetivo de liberar Chipre y Tierra Santa.
El caso es que llegaban tarde. Nicosia primero y Famagusta después cayeron bajo el yugo musulmán, con el añadido que en la segunda de estas ciudades los turcos se saltaron los pactos de rendición y rodaron muchas más cabezas de los previstas. Los cristianos clamaban venganza, y la encontraron en Lepanto.
Lepanto: "La más alta ocasión..."
Miguel de Cervantes, que perdió la movilidad de la mano izquierda en la batalla de Lepanto -pero no quedó manco, a pesar del mote que le quedó- dejó escrito que aquella batalla fue "la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros". Bien, quizás las previsiones sobre el futuro que hizo el autor del Quijote pecaron de ingenuidad, pero el hecho es que en el golfo de Lepanto, la flota de la Liga Santa desbordó -literalmente- la armada enemiga. Más de 25.000 turcos muertos y 12.000 cristianos liberados, por unas bajas cristianas en torno a las 7.500 son las cifras de la victoria de la Liga Santa, pero también marcaron un récord de mortandad que en Europa no se superó hasta la primera Guerra Mundial y que todavía hoy es considerada la batalla naval más mortífera de la historia.
Con resignación, los turcos suavizaron la derrota con informes que engrosaban las bajas rivales o que se referían a la pérdida de la derrota con conceptos como dispersión, pero entre una cosa y otra, los sueños de llegar un día a Roma quedaron rotos para siempre.
¿Victoria sin consecuencias?
Con todo, la batalla de Lepanto no cumplió ninguno de los dos objetivos de los cristianos, ni recuperó Chipre -no hablemos ya de Tierra Santa o Constantinopla-, ni echó a los turcos del mar Blanco. "Al arrebataros Chipre os hemos cortado un brazo. Al derrotar nuestra flota sólo nos habéis afeitado la barba. Un brazo, una vez cortado, no vuelve a crecer, pero una barba rapada crece más fuerte gracias a la cuchilla". Esta era la filosofía turca, que ya el año 1572 disponía de una flota capaz de volver a surcar el mar y, como se decía al principio, recuperar Túnez para la Sublime Puerta.
De hecho, y el autor de Imperios del mar así lo recuerda, modernamente se ha considerado Lepanto como una "victoria sin consecuencias", pero hay que tener en cuenta que propició que en 1580 los dos contendientes se dieran cuenta de una vez que la situación de empate técnico continuaría a no ser que se llegara a un tratado de paz.
Además, como pasa en otros episodios de la historia, las batallas son o no son decisivas en función de quien las gana y si bien la victoria cristiana dejó la partida en tablas, sostiene Crowley que una victoria turca habría provocado con toda probabilidad la caída de todas las islas mediterráneas, desde Malta hasta las Balears. Todo eso se evitó, pero no así la piratería, que siguió asolando las costas. Todavía en el año 1815, el mismo de la batalla de Waterloo, hay constancia de 158 sardos capturados por los piratas musulmanes.
En todo caso, a lo largo del siglo XVI, el Mediterráneo fue un campo de batalla que enfrentó dos potencias militares y religiosas y que, a pesar de la violencia y mortandad que generó, acabó en tablas, y dibujando la cuenca mediterránea más o menos como continúa hasta la actualidad.