València, 19 de marzo de 1751. Día de San José. Hace 274 años. El notario Carles Ros i Herbera documentaba por primera vez la tradición popular de la plantà y de la cremà de una serie de figuras efímeras denominadas fallas y construidas, a propósito, para ser pasto de las llamas. Hace casi tres siglos que el notario Ros dejó constancia de ello. Pero la investigación historiográfica y antropológica ha probado que, por la festividad de San José, en València ciudad ya quemaban fallas mucho antes de 1751. ¿Por qué los valencianos construyen fallas para quemar y por qué las calcinan por San José? ¿Qué simbolizan la plantà y la quemà, la presentación y la calcinación, respectivamente, de la falla? ¿Y por qué se representan figuras humanas o sobrenaturales?

El fuego
El ritual del fuego es el que explica el porqué las fallas acaban siendo pasto de las llamas. Para las culturas antiguas, el fuego era uno de los cuatro elementos que habían originado el universo. Pero ni el agua, ni la tierra, ni el aire (los otros tres elementos primigenios) tuvieron nunca la naturaleza mágica que aquellas culturas iniciáticas le atribuyeron al fuego. El elemento ígneo, con su poder de transformación de la materia (la calcinación), era el que más fascinaba, y en las sociedades antiguas (en el cuadrante nordoriental peninsular, los protovascos y los noribéricos del milenio V a I a.C.) se lo relacionó con el ciclo vida-muerte y se le rindió culto. El fuego se convertiría en un elemento protagonista en la liturgia de aquellas primeras sociedades.
La simbología del fuego
Superada la antigüedad y en plena edad media (siglos X a XV), todavía se mantenían algunas manifestaciones festivas paganas —que convivían con el cristianismo oficial y rampante— en las que el protagonista es el fuego. Procesiones de antorchas, de antiquísimo origen protovasco, que se encendían por todo el Pirineo en la noche del solsticio de verano y que rasgaban la oscuridad (que simbolizaba el invierno y la muerte) con el rayo de luz que proyectaban las llamas (que simbolizaba el verano y la vida). U hogueras en medio de las calles y las plazas, de antiquísimo origen noribérico, que se encendían, también, en la noche del solsticio de verano en los pueblos y las ciudades del arco mediterráneo, entre las marismas del Ródano y las del Júcar, y que, también, simbolizan el fin del invierno y de la muerte y el inicio del verano y de la vida.

El origen de las fallas valencianas
Durante siglos, y hasta hace muy poco, la tradición oral explicaba que las fallas valencianas habían nacido en el gremio de los carpinteros de la capital. Esta tradición afirmaba que en la noche que daba inicio a la primavera (la estación que marca el principio del ciclo anual y que simboliza el inicio de la vida) y que, curiosamente, coincidía con la festividad de su patrón gremial, San José, ponían en medio de la calle todos los trastos inservibles que quedaban del año anterior y les prendían fuego. De este modo manifestaban, simbólicamente, la necesidad de dejar atrás el año anterior (quemando todo lo que había sobrado) y la esperanza de un año nuevo, como mínimo, tan próspero como el pasado (todo debe morir para volver a surgir).
El origen de los ninots falleros
También la tradición oral explicaba que el origen remoto del ninot era una estructura de madera formada por un parot (un mástil culminado por una doble escuadra, en ambos lados) que sostenía un par de candiles y que se utilizaba para iluminar el obrador de carpintería durante las largas y oscuras tardes de invierno. Esta tradición oral afirmaba también que, con el transcurso del tiempo, se generalizó la costumbre de vestir el parot —antes de prenderle fuego— con una camisa y un sombrero, como un monigote. Y, además, que poco después se implicarían los artistas locales, quienes progresivamente perfeccionarían aquellas representaciones hasta prefigurar personajes de la cotidianidad del pueblo.

El verdadero origen de las fallas valencianas
Pero la investigación historiográfica y antropológica ha demostrado que esta tradición no es más que una bonita leyenda que, con toda seguridad, ha transcurrido a través del tiempo paralelamente a la propia evolución histórica de las fallas. Actualmente, historiadores y antropólogos coinciden —en gran medida— en que el origen de las fallas es un sincretismo entre la simbología de tres grandes manifestaciones festivas paganas: las hogueras del solsticio de verano —o de la noche de San Juan— (que simbolizaban el fin de la época de la oscuridad y el inicio de la etapa de la luz); la celebración de Carnaval (que parodiaba al poder civil y religioso) y los muñecos de Cuaresma (que representaban las convenciones sociales).
Las fallas y la primavera
En definitiva, la plantà y la cremà de las fallas serían una manifestación a la que —a partir de la celebración del solsticio de primavera (el verdadero año nuevo, el que marca el principio del ciclo natural de renovación)— se añadieron elementos de parodia al poder y de crítica a las convenciones sociales. La falla nace como una antorcha de trastos inservibles, pero rápida y espontáneamente —por influencia de otras manifestaciones populares— evoluciona hacia representaciones artísticas de personajes de la cotidianidad o, incluso, del poder: son los ninots —figuras humanas o sobrenaturales— que, inicialmente, construirían los vecinos de las distintas calles y barrios de la capital y que quemarían festivamente durante la noche de San José.

Las fallas y el poder
Desde el inicio de su existencia, el poder siempre ha ambicionado el dominio sobre la fiesta, como forma de control sobre la sociedad valenciana. Entre los siglos XVIII y XX, para la creación de una falla que tenía que representar el rey, era absolutamente indispensable la autorización de la Casa Real. Y después de la guerra civil española (1939), el régimen franquista creó la Junta Central Fallera y la Ofrenda de las Flores, como instrumento de control social y como vestuario de religiosidad, respectivamente, con el objetivo de dominar y transformar —a beneficio de la ideología de ese régimen— una gran fiesta de origen totalmente popular y absolutamente pagano que es, también, una gran manifestación de identidad de València ciudad y del País Valencià.
