La vecina del segundo primera, una mujer de unos cincuenta años con el pelo sucio y las mejillas rosadas, estaba muy nerviosa. "Esto viene de hace tiempo". Le temblaban las manos (un poco dejadas), sudaba (tenía la piel grasienta), y tropezaba con las palabras. Pero los agentes con la paciencia de los que todo les es ajeno entendieron que su gatito – utilizaba el posesivo y el diminutivo- se había escapado. Entonces sollozó, se limpió los labios con un pañuelo de papel y dedicó un último esfuerzo para no ahogarse.

-Bueno... no se ha escapado. - Matizó la señora, ahora más serena - Me lo han robado.

-¿Quién?

-Los de este piso. - Y señaló los del segundo segunda -. Estos hombres se comen los gatos.

El bajito miró al joven y sin decirse nada se dirigieron hacia la puerta. Toc-toc.

-Lo digo de verdad. Se los comen como si fueran un plato delicioso.

La lluvia, como un mal presagio, se volvió feroz. Un hombre de unos treinta años de complexión atlética, ojos claros y dientes amarillos respondió las preguntas de los agentes con monosílabos. ¿Conocía a la vecina? Sí. ¿Sabía que tenía un gato? No. ¿Hacía mucho que vivía aquí? No lo sé.

El joven entretuvo al hombre mientras el bajito entró, sin permiso, a echar unvistazo. Las persianas bajadas y un hedor de marihuana que flotaba en cada habitación levantaron todas las sospechas.

-Miren la cocina. - Insistió la mujer.

Abrió las ventanas y registraron el piso de arriba abajo. Lo único que encontraron fue una cachimba, una mujer con pantalones de chándal que no hablaba el idioma, y algunas sustancias psicotrópicas. Pero ni en la cocina, ni en ningún sitio, ningún rastro del gato.

-¿Cómo se llama, el gatito?

-Senyoret.

La mujer del chándal al ver a la vecina que había avisado a la policía salió al rellano a increparla. Los comentarios pequeños, se volvieron reproches formales, (fechas concretas, rencores abstractos), los reproches cada vez más afilados se convirtieron en amenazas. Es cierto, que los agentes intentaban apaciguar los ánimos, pero era demasiado tarde. Una chispa puede quemar un bosque, los gatos tienen siete vidas y las amenazas nunca acaban bien.

Una bofetada y después el silencio de la perplejidad. Un instante breve que lo puede decantar todo. La mujer que había perdido el gato saltó encima de la mujer del chándal y mientras tanto los policías intentaban retener al musculoso de los dientes amarillos que ya sacaba espuma por la boca. Dos heridos leves. Dos denuncias. Se los llevaron a comisaría y ni rastro del gatito.

A medianoche cuando la lluvia había dejado de inundar las plazas y las rieras, en medio de los charcos, perdido, con las patitas mojadas apareció Senyoret. Rondó unas cuantas horas buscando el camino de vuelta, hasta que una furgoneta azul se detuvo delante de él. Nunca llueve a gusto de todo el mundo y para el resto de la historia hay que tener buen paladar.