Me avisó me hermano pequeño: "En la habitación de los papas ha empezado a llover".
Yo no me lo acababa de creer, pero tenía razón. Era una lluvia suave y constante, que mojaba las almohadas y ensuciaba los armarios.
Las baldosas se iban llenando de barro.
¿Qué tenemos que hacer?
Creímos que antes de limpiar aquel desastre, lo más oportuno era avisar a los vecinos del tercero, porque quizás se había reventado alguna cañería, quizás perdía la ducha o el lavaplatos, no lo sabíamos, y además estábamos solos en casa.
¿Llamamos a los papas?
No.
Así que subimos al piso de arriba y, después de insistir con el timbre, entendimos que no había nadie. Todavía no lo sabíamos, pero cuando se acercan grandes tormentas lo mejor es irse. Aquel silencio vecinal nos tendría que haber hecho sospechar, pero no tuvimos tiempo de pensarlo porque justo cuando cerramos la puerta, otra vez en el recibidor de casa, vimos cómo desde la cocina un huracán inmenso amenazaba a destruirlo todo.
¿Qué tenemos que hacer? Cuando el hermano pequeño repite una pregunta quiere decir que se angustia.
Cerramos la puerta. No pasa nada. Que se quede dentro.
Los buenos huracanes, los buenos desastres naturales, desean entrar en las habitaciones y estropear libros y recuerdos, inundar casas, arrancar árboles, destruir carreteras y ahogar las vidas de los pobres
Seguimos la lógica que nos habían inculcado nuestros padres y los padres de nuestros padres y los padres de los padres de nuestros padres. Si hacemos ver que un problema no existe para nosotros es como si no existiera.
Pero aquel huracán, maleducado y ansioso de por sí, llamaba a la puerta y pedía salir. "Va, solo un ratito." La cocina no es un buen lugar para un huracán, puede hacer destrozos, sí, romper platos y electrodomésticos, pero en el fondo mucho ruido para nada. Los buenos huracanes, los buenos desastres naturales, desean entrar en las habitaciones y estropear libros y recuerdos, inundar casas, arrancar árboles, destruir carreteras y ahogar las vidas de los pobres.
Le expliqué a mi hermano pequeño que quizás podíamos hablar con el ciclón, tranquilamente, dejarlo que entrara un ratito en el comedor de casa, prometerle que no abriríamos las ventanas, pero que a cambio nos dejara ir a la nuestra y que cuando llegaran nuestros padres lo negociara con ellos.
No sirvió de nada.
La lluvia había inundado el recibidor, había soplado las paredes, pudrido los muebles..., el viento había tumbado el sofá, roto los cristales... y nosotros buscamos refugio en el lavadero. Intentábamos avisar a los vecinos, pero solo nos respondía el eco.
La lluvia había inundado el recibidor, había soplado las paredes, pudrido los muebles..., el viento había tumbado el sofá, roto los cristales... y nosotros buscamos refugio en el lavadero. Intentábamos avisar a los vecinos, pero solo nos respondía el eco
¿Cuándo llegarán los papas?
Pronto.
Y cuando llegaron y vieron todo aquel desastre fue muy complicado explicar que habíamos intentado calmar el huracán, porque nuestros padres se pusieron muy nerviosos, gritaban, como se gritaban cada noche antes de ir a dormir. Uno decía que era culpa del otro porque había dejado que el mal tiempo se instalara en casa, y el otro decía que era culpa del uno porque no había tomado medidas contra el cambio climático.
Mi hermano y yo salimos de casa sin decirles nada, mientras seguían los reproches y las ventoleras, las amenazas y el frío. Como no teníamos a dónde ir y ya era muy tarde por la noche, el pequeño propuso:
¿Por qué no seguimos el camino de los adoquines amarillos?