Ver los ojos vacíos de Candela Peña te rompe el corazón. Esas ojeras profundas color carmesí, la expresión naíf de quien no está comprendiendo nada, la sonrisa maquiavélica de la mujer demente siempre al borde del desmayo. Su papel de Rosario Porto traspasa lo remarcable; la actriz firma el mejor papel de su vida, está mayúscula, impecable, una copia exacta de la abogada gallega de alta cuna convertida en asesina de su hija adoptiva. Según dicta la sentencia, fue ella la que llevó a Asunta a su finca de Montouto ese 21 de noviembre de 2013 y la asfixió después de haberle suministrado una veintena de pastillas de orfidal y de llevar meses intoxicándola con la complicidad de su exmarido, Alfonso Basterra. Horas después fueron juntos a la policía a denunciar la desaparición como si no hubiera pasado nada, compungidos, enfermizamente preocupados porque su hija no estaba en casa. Y pese a eso, cada palabra expresada por esa Candela Peña perfectamente caracterizada te destroza por dentro.
Es por lo que sabes que hizo y porque no comprendes cómo lo pudo hacer. ¿Qué lleva a una madre, a un padre, a asesinar a su hija con premeditación y alevosía? Es imposible encontrar una respuesta a algo que no la tiene, pero El caso Asunta permite bucear en la mentalidad de una Charo rara y histriónica, un personaje llevado al límite por sus impulsos y sus pánicos, e involuntariamente despojada de ninguna rienda que la ate en corto. Rosario Porto es una egoísta de manual que va a lo suyo, o al menos ese es el poso que deja: la observamos en pantalla en su esencia más vulnerable y, sin embargo, no conseguimos verla del todo. Sentimos lástima por ella aunque sepamos que no debemos. Nos produce empatía y fragilidad (lo refleja bien la agente Cruces, una María León maravillosa) y al segundo la odiamos profundamente, perturbados por su posado de tipa loca que se va por las ramas, sonrojándose por su amante con el cuerpo de su hija aún caliente. Supongo que, contradicción nuestra, incluso en los momentos más macabros hay espacio para los grises.
Alfonso Basterra es su polo opuesto. Su participación en la muerte de la niña siempre estuvo más cogida con pinzas porque no había imágenes que lo ubicaran fuera de su casa esa noche, aunque se comprobó que los meses antes del asesinato compró más de cien pastillas, según él para paliar los episodios de depresión y ansiedad de Porto, que también padecía lupus. En la miniserie, Tristán Ulloa deja de ser el actor simpático para mimetizarse con la rabia contenida de un personaje difícil de encasillar. La rabia y la vanidad son sus muletas cuando nota que ya no puede usar la manipulación para escapar, entronándose como el patriarca salvador de sus mozas destrozado por no haber podido ayudar a su hija. La relación entre el matrimonio es un pulso constante entre la obsesión, el deseo y la aprobación. “Tu mente calenturienta nos va a generar muchos problemas”, dice Porto de calabozo a calabozo, microfonados. “Silencio”, le espeta él. Sigue Porto: “Y que yo ahogase todo cuanto insecto había con un cojín no quiere decir que vaya ahogando a la gente con cojines”. Acaba Alfonso: “Pues claro que no, mi vida”.
Dejar a Asunta lo más fuera del relato posible mejora indudablemente la ficción de esta durísima historia real, que es tratada con rigor y contraste, luz esperanzadora que no practicó el sensacionalismo en su momento. En El caso Asunta se nota que el guion respeta la vida y la muerte de la cría porque no quiere hacer escarnio de material tan sensible, pese a tenerlo todo estudiado al milímetro: las imágenes sangrientas brillan por su ausencia y apenas se intuye un cuerpo fallecido en algún plano muy rápido de la producción. No se ahonda demasiado en su personalidad ni en sus rutinas porque no importan lo más mínimo: de la pequeña lo único que necesita saber el espectador es que la mataron, y el resto de los detalles reproducidos vira hacia la investigación y el proceso judicial, manteniendo a la perfección y hasta el último momento una pulsión incomprensiblemente intrigante en un relato del que ya se sabe el final.
Había muchas dudas sobre si se podría reproducir el asesinato de una niña de 12 años por parte de sus padres sin caer en el morbo más viscoso, pero lo de esta serie es otra cosa que desde luego no juega con las mismas reglas
El desmiembre psicológico —obra de Ramón Campos— durante los ocho capítulos lo fía todo a los personajes, humaniza a unos padres ciertamente malvados y les da ciertas garantías improbables en cualquier otro producto amarillista de true crime. Había muchas dudas sobre si se podría reproducir el asesinato de una niña de 12 años por parte de sus padres sin caer en el morbo más viscoso, pero lo que hace este producto es otra cosa que desde luego no juega con las mismas reglas. Acierta en lo de plantear diferentes simulacros y teorías verosímiles —todas vienen a desembocar en que la niña ya les sobraba— para que el espectador saque sus propias conclusiones sobre un móvil que jamás se ha podido comprobar, porque ni Porto ni Basterra han reconocido jamás los hechos, aunque fueron condenados a 18 años de prisión. Ella se suicidó en la cárcel en 2020 después de un par de intentos y él va por el mismo camino. “Solo tengo una razón para seguir con vida, que no es otra que volver a ser un hombre libre y reunirme con mi niña, nunca antes. De hecho, ya tengo pensado el cómo y el dónde, tan solo me falta el cuándo”, le escribió al creador de la serie, manteniendo su inocencia.
La producción de Netflix intenta responder a lo que no sabemos huyendo del enjuiciamiento barato, y dando una lección de ética y verdad a la que no solemos estar acostumbrados desde que el caso Alcàsser plantó los cimientos de la telebasura y la crónica negra se volvió mainstream. La esencia de lo que busca la serie la resume bien una frase recitada por Candela hablando con la agente Cruces en la ficción. “Mi madre me dijo que las cosas que no se dicen y no se cuentan, no suceden”. ¿Una confesión comedida? ¿El grito de ayuda desesperado de una mujer manipulada? ¿El diablo jugando al despiste? A estas alturas ya jamás lo sabremos. Lo que se sabe es lo que se explica, y el resto es cosa de cada sujeto. No es asunto de El caso Asunta promocionar, sino velar para que exista la posibilidad de pensar sobre ello. Mucho ha hecho con ordenarnos la información y ofrecernos la revolucionaria opción de pensar.