A inicios del siglo VIII, la monarquía visigótica hispánica se encontraba en fase de descomposición. Las luchas internas por el poder central, la dinámica independentista en el cuadrante nororiental del reino (las provincias Tarraconense y Narbonense) y el descontento de las clases humildes de aquella sociedad, habían precipitado aquel régimen a un estado de crisis sin solución. Finalmente, los árabes, que inicialmente llegaron a la Península como mercenarios de uno de los partidos oligarcas que se disputaban el poder, acabarían por precipitar el fin de un modelo que había querido ser la garantía de continuidad de la tradición romana y que, en aquel momento, ya estaba amortizado.