La isla de Ibiza es hoy uno de los destinos turísticos internacionales más conocidos y su nombre se asocia a menudo a playa, discotecas y lujo. Pero no siempre fue así, sino que hasta los años sesenta del siglo XX, las Pitiüses fueron uno de los rincones más aislados y recónditos de los Países Catalanes. Por eso, en los años 30 fue visitada por varios periodistas catalanes, atraídos por una isla remota, donde el tiempo parecía parado. Como un joven Carles Sentís, que el año 1933 describiría a Mirador Ibiza como un mundo casi perfecto, o Irene Polo y Roig (1909-1942), visitando asidua de la isla, que el año 1935 publicó en el diario L'Instant unas deliciosas postales de Ibiza.
La periodista había llegado seguramente atraída por lo que le había explicado su amigo y vecino, el pintor Miquel Villà, que desde 1931 pintaba los paisajes ibicencos. Cuando llegaba en barco, "una especie de barraquita flotante" a "dieciséis duros una cámara individual" y un viaje de trece horas de camino, Polo se alojaba en Sant Antoni.
La atracción internacional de la Ibiza de los años 30
Polo aseguraba a sus lectores que había que guardarse el secreto de aquella isla paradisíaca, "porque la voz se extiende que es un gusto, y los buscadores de oros y los buscadores de felicidad siempre están dispuestos a organizar caravanas devoradoras". De hecho, la periodista escribía casi proféticamente: "Los extranjeros, vivos como ellos solos, han descubierto Ibiza antes que nosotros y se instalan a toda velocidad. Tanto por lo tanto, pues, valdría más que los que se instalen seamos nosotros. Porque, si no, a este paso, un día nos encontraremos con que, para entrar en Ibiza, tendremos que comprar un billete en una taquilla que habrá puesto un alemán en la isla...".
Y es que el año 1932, el escritor y crítico de arte francés Jean Selz situó la isla en el mapa internacional. Selz y su mujer Guyet convirtieron su casa ibicenca a Encima de Villa en lugar de encuentro de tropa de viajeros como el filósofo Walter Benjamin, que se acabó instalando en la isla, el escritor Elliot Paul, el dadaísta Raoul Hausmann, el pintor Paul-René Gauguin y el escritor Pierre Drieu la Rochelle. Otros nombres, como Albert Camus, Jacques Prévert, Rafael Alberti o los arquitectos Josep Lluís Sert o Germán Rodríguez Arias también visitarían Ibiza en los años 30.
Polo se tenía que encontrar como pez en el agua en aquella isla de costumbres ancestrales, donde empezaban a llegar mujeres independientes y modernas como ella. Artistas como Mary Hoover Aiken, Frances Hodgkins, Maria Fers, Anna Maria Blaupot ten Cate, Lene Schneider-Kainer, Olga Sacharoff o Soledad Martínez o fotógrafas como Gisèle Freund o Florence Henri. En aquella Ibiza cosmopolita de mujeres liberadas, Polo pudo practicar el nudismo y pudo vivir su sexualidad libremente.
Un paraíso revestido de cal
Polo describe un paraíso hecho de casas de piedra y revestidas de cal, higueras chumbas, huertos y pinos, de gente sencilla y hospitalaria que no se hubiera extrañado ni de los mercaderes de los faraones ni de los turistas más audaces, de hombres fuertes y mujeres bonitas, donde asegura que "la pereza se come todo el mundo. En compensación, la gente come muy poco. Allí, lo único importante es el cortejo: rondas, noviazgos, manejo de una curiosa pistola del país, que va con piedra hoguera; bailes y cantos, en el compás de un tam-tam primitivo...".
Pero la lúcida veraneante no ocultaba que en aquella "Illa Santa", al lado de esta "gente tan pura" que llevaban agarrada la tradición ancestral, "encontráis a la gente más deshecha del mundo: guillados, viciosos, enfermos... Personajes de vidas turbias, venidos de todos los rincones de la tierra, que se esconden aquí a soñar, con olvidar, en conspirar, y según se dice, a espiar". No en balde, Ibiza se había convertido en un efímero refugio de judíos alemanes, vigilados de cerca por sus compatriotas nazis.
En sus visitas a Ibiza, Polo convive con aquella extraña colonia "de artistas, aristócratas, ricachones, políticos, escritores de todas las nacionalidades" que se reúnen en los bares de noche, y hace tertulia con un millonario catalán que se ha hecho "una casa encima de una cala como una bañera", un pintor leridano ilustre, otro pintor, "que fue a Ibiza para quince días y ya hace un año que no se ha movido", un político catalán de izquierda y un publicista de arte.
Un mundo que desaparecía por culpa del turismo
La periodista, sin embargo, sabía que aquella isla estaba a punto de desaparecer: Cada vez que volvéis a Ibiza la encontráis un poco cambiada. Un poquito sólo. Imperceptible para los parroquianos de la isla que sólo van a buscar baños de mar y veraneo. Pero tan dolorosa para los que nos hemos enamorado y cada vez venimos a contemplarla. [...] Cada vez que volvéis a Ibiza encontráis más cemento armado gris y espeso, en lugar de la cal blanca y alada. Más caminos y automóviles, en lugar de los carros llenos de verdor y campesinos. Más vestidos de cretona, en lugar de los miriñaques de faldas negras y de los pañuelos de flequillos. Más permanentes, que matan las grandes trenzas negras con un lazo, al fin y al cabo crecidas en los cogotes como una vara con una flor en la punta".
Y añadía, sin esperanza: "Todo el mundo va olvidando esta ropa maravillosa, y dentro de unos años ya estará completamente olvidada. Cada vez más hoteles y más bares, más caros cada día. Más radios, más extranjeros... [...] Como le ha pasado en Mallorca, pronto el paisaje se quedará solo entre las villas, los palaces las carreteras y los letreros en inglés y alemán, enterrados, además, de literatura de prospecto de turismo".
Como si fuera un presagio, Irene Polo escribió aquellas postales en su último verano en Ibiza, ya que no volvió nunca más a la isla. El verano de 1936 se embarcó con la compañía de Margarida Xirgu hacia América, donde les sorprendió una Guerra Civil que lo impediría volver en el país. Se quitó la vida el año 1942, en Buenos Aires, pocas semanas después de que lo hicieran los Zweig en Petropolis. Tenía sólo 32 años.