No es la primera vez que Isabelle Huppert, la gran diva francesa y estrella del cine europeo, visita el Temporada Alta. En el 2002 fue como protagonista de 4.48 Psychose, de Sarah Kane, con dirección de Claude Régy. Más recientemente, en el 2019, tuvimos ocasión de verla como Maria Stuart –dentro de Mary said what she said, de Robert Wilson- en el Teatre Lliure de Barcelona, donde en el 2005 ya había interpretado Hedda Gabler, bajo la dirección de Eric Lacascade. Ahora es Romeo Castellucci, artista visual de la escena más vanguardista y aclamado como uno de los mejores directores del siglo XXI –asiduo, además, del festival de Giromna–, quien le ha hecho un espectáculo a medida. El italiano y la francesa estaban predestinados a trabajar juntos, y lo hacen ahora para levantar una Bérénice –el gran clásico de Jean Racine- textualmente reducida y plásticamente amplificada.
El italiano y la francesa estaban predestinados a trabajar juntos, y lo hacen ahora para levantar una Bérénice –el gran clásico de Jean Racine- textualmente reducida y plásticamente amplificada
Una tragedia sin muertos ni sangre
Berenice, reina judía de la dinastía herodiana, mantuvo un idilio con Tito, hijo de Vespasiano, durante la primera guerra judeo-romana. Al ser proclamado emperador, él tuvo que renunciar a casarse con la extranjera –aunque se lo había prometido–, por la oposición del senado y de toda Roma a aquellas bodas. El historiador y biógrafo Suetonio despachó este asunto con un par de líneas, pero dejaba claro que Tito lo había echado contra la voluntad de ambos. Y a esta cita se coge Racine para construir una tragedia sin muertos ni sangre, tal como dice el prefacio. La acción es interior; el movimiento, puramente anímico. Castellucci, a su vez, despoja la tragedia de Racine de todas las palabras que no provienen de la reina oriental y la hace monologar como si fuera una de las Heroidas ovidianas y estuviera escribiendo su carta –escénica– de lamentación al amante ausente. De esta manera, se subraya el carácter más elegíaco que trágico de la composición original.
El artefacto velado, en una escena concebida como un pedestal, dificulta deliberadamente la percepción y nos distancia del movimiento anímico, a la vez que materializa el aislamiento y la incomunicación del personaje
El escenario del Teatro Municipal de Girona se muestra como un lienzo de profundidades incopsables, con un único personaje y algunos figurantes sumidos en una especie de niebla. La imponente figura de la actriz, vestida por Iris van Herpen, se endereza –se postra, alza los brazos, se desmaya, colapsa– en medio de un dispositivo concebido para difuminar los rasgos. Un telón traslúcido de gasa cubre la embocadura del teatro; en el interior, entre tules, ropas y cortinajes, unos pocos elementos domésticos son utilizados por su potencia evocadora fuera de contexto, y una serie de automatismos generan momentos de auténtica magia. Estamos ante una visión o fulguración de otro tiempo, con el arquetipo bien enmarcado.
De la solemnidad a la distorsión, la reina se eterniza en un adiós -"Il me laissait plus que de tristes adieux"– que cambia de signo emocional. Primero es una sospecha que no se atreve a decir su nombre; después, una prolongada lamentación. Inquieta pero amarrada a su amor, no pierde del todo la esperanza, y se entretiene imaginando las ofrendas y los laureles de la victoria. Sin embargo, una vez conoce la decisión del emperador, se muestra terriblemente angustiada, arrastrada por el desespero de tener que renunciar a un amor vivido en plenitud: “Je l’aime, je le fuis: Titus m’aime, il me quitte!”.
La vemos transitar sola por un dolor extremo. Deshecha y resignada, aclara que nunca ha suspirado por el imperio, la grandeza de los romanos ni el púrpura de los césares; tan solo era el amor de Tito lo que quería. La determinación de morir remitirá cuando entienda que los dos hombres que la aman, Tito y Antíoco – Cheikh Kébé y Giovanni Manzo, en coreografías conjuntas–, están haciendo también dolorosas renuncias o sacrificios en nombre del Estado. El hecho de que sus interlocutores hayan quedado reducidos a figurantes mudos da lugar a réplicas descontextualizadas –“Ah! Que me dites-vous?” es la respuesta a una declaración de amor que no sentimos. Un sintetizador deforma y metaliza la voz de la actriz; sus propias risas, jadeos y sollozos, previamente grabados y mezclados –impresionante trabajo de sonido a cargo de Scott Gibbons-, le hacen de corazón o de eco, transmitiendo un dolor desnudo y crudo. Los alejandrinos de Racine viajan hacia una progresiva ininteligibilidad; el texto se desprende de la carga emocional, que se transfiere a la desarticulación final del lenguaje.
No es hasta los últimos minutos del espectáculo que la vemos sin filtros ni veladuras, pero igualmente inaccesible
El dispositivo escenográfico sugiere el interior de un palacio –se tiñe con tonalidades de cobre, cuando resta creíble todavía la promesa del matrimonio–, pero puede evocar también un descampado interior –a la hora del abandono. Paso de un azul cielo blanqueado a un rosa pastel, para después tintarse de un rojo brillante, casi imposible de tan puro. Atraviesan los volúmenes lumínicos a unos figurantes que tan pronto llevan la toga de senadores –en un fantasmal segundo término– como integran al séquito –¿pretoriano, bacanal?– de Tito, entre golpes de yunque y cánticos en latín. Este movimiento escénico se ve eclipsado por la presencia de la reina, que, a pesar del hieratismo, vaga como un alma en pena, pasando del temor a la esperanza, de la súplica a la invectiva. El final de Racine se sustituye por uno amargo, iterado y cada vez más imitado “Ne me regardez pas” –como Medea, Bérénice no quiere ser el hazmerreír de un pueblo que la odia–, hasta el oscuro definitivo.
Inmóvil en el suelo, sacrificial y sola sobre el rojo imperial, Huppert resulta magnética, una escultura viva enfrente del busto inerte del emperador. No es hasta los últimos minutos del espectáculo que la vemos sin filtros ni veladuras, pero igualmente inaccesible. El artefacto envuelto y anieblado, en una escena concebida como un pedestal, dificulta deliberadamente la percepción y nos distancia del movimiento anímico, a la vez que materializa a la perfección el aislamiento y la incomunicación del personaje. Todo ha sido como una ilusión efímera, una obsesión exquisitamente empaquetada, y admiramos deslumbrados la belleza de este dolor pasional hecho destino y tradición.