Imaginémoslo subiendo al escenario, el del Monterey Pop Festival de 1967, por ejemplo, o en el Royal Albert Hall o el Madison Square Garden o el de Woodstock de 1969 o del Festival de Amor y Paz al Aire Libre de Fehmarn, no importa. Mejor, imaginemos los cientos y cientos de escenarios a los que se subió durante su breve pero explosiva vida, y a él subiendo a todos ellos a la vez. Su ropa también es cambiante, como la máscara de Rorschach en Watchmen o los tornadizos trajes que camuflan la identidad de los agentes de A Scanner Darkly: ahora una blusa con volantes, al instante un kimono psicodélico, americana de flores de Granny Takes a Trip, chaqueta de cuero blanco con flecos, bandana en la frente, sombrero de ala ancha con plumas y adornos, etc. De forma parecida, los músicos que le acompañan desaparecen y reaparecen transfigurados: Noel Redding, Mitch Mitchell, Jack Casady, Steve Winwood, Billy Cox, Larry Lee, Juma Sultan, Jerry Vélez… Comienza el espectáculo. Entre rasgueos, punteos, y arpegios con la zurda, su bien de trémolo y abundante wah-wah y distorsión, Jimi Hendrix interpreta una versión del Star-Spangled Banner en la que replica el sonido de disparos, misiles, bombardeos, sirenas, llantos y gritos de agonía, trasmutando el himno nacional en una proclama antibelicista. Atentos porque, en palabras del cronista musical Al Aronowitz, este habrá sido “el mejor momento de los años 60”. Tras la ovación pasa a combinar las populares Hey Joe o Foxy Lady con temas de sci-fi rock como Third Stone from the Sun, Up from the Skies, EXP, 1983 o House Burning Down, hasta terminar el concierto con Purple Haze, tras lo cual le prende fuego a su Fender Stratocaster. En primera fila hay un fotógrafo al que le quedan unos pocos disparos en el carrete que, sin pensarlo dos veces, se encarama al escenario multiversal y captura la imagen más ilustrativa del zeitgeist de la época y, al mismo tiempo, el sacrificio ritual de todo lo que han significado esos años. Al abandonar el escenario, imaginemos que Hendrix se desploma. Lleva días drogándose, bebiendo y sin pegar ojo. De hecho, lleva mucho tiempo muerto.
Si no tienen ustedes el aspecto del dependiente de la tienda de cómics de Los Simpson, es más que probable que el nombre de Moorcok no les diga nada
Hendrix no puede morir
Algún día tenían que acabar, leñe. Un aciago 18 de septiembre de 1970, la muerte de Jimi Hendrix, ya fuera por sobredosis, por tragar su vómito o por hastío existencial, pudo leerse como una alegoría de todo lo que moría con él. Una semana antes, al terminar abruptamente el que sería su penúltimo concierto en Aarhus, Dinamarca, se despidió del respetable con un enigmático: “I’ve been dead a long time” (llevo mucho tiempo muerto). El más que prolífico escritor Michael Moorcok (Londres, 1939), al que tal vez recuerden de otros títulos como la saga de Elric de Melniboné o El campeón eterno (incluso por el juego de rol Stormbringer, que llegó a presentar, en olor de multitud, en Barcelona a finales de los 80 o primeros 90), resucitó al cadáver de Hendrix en un cuento de 1974 alegando que “Hendrix no puede morir”. Sin embargo, si no tienen ustedes el aspecto del dependiente de la tienda de cómics de Los Simpson, es más que probable que el nombre de Moorcok no les diga nada. Por eso, medio siglo después de la edición en inglés de este cuento hoy olvidado, el sello Aristas Martínez y el escritor y traductor barcelonés Javier Calvo han decidido galvanizar de nuevo el cadáver de Hendrix —y ya de paso, el de Moorcok— con la publicación de Cantante muerto. Michael Moorcok, por cierto, sigue vivito y coleando en su refugio de Texas, pero para la mayoría, al menos por estos lares, es, en el mejor de los casos, un fantasma. Y eso pese a su influencia seminal en toda la literatura fantástica posterior, haber sido el pope de la nueva ola de la ciencia ficción británica y norteamericana de los 60 y 70 (J. G. Ballard, Brian W. Aldiss, Philip K. Dick, Kurt Vonnegut… todos esos que tanto nos gustan), haber sido letrista de Hawkwind y ser el padre del “multiverso” en la narrativa.
También se puede leer como una especie de nana para el hippie fracasado que todos llevamos dentro…
Hendrix, fue un contumaz lector de novelas de ciencia ficción, y mamó los símbolos, la voz y las estructuras del género, los mezcló con la cultura psicodélica y lo aplicó todo a un rock de tintes experimentales. Moorcock dinamitó —y sigue dinamitando— las fronteras entre las drogas, la experimentación, el rock y la literatura de ciencia ficción. Dice Javier Calvo en el prólogo de su traducción: “Hay algo profético, casi bíblico, en el escenario y el momento de la muerte de Jimi Hendrix. Ladbroke Grove, 1970. La escena de la que vienen Moorcock y Hawkind es mortuoria, antielegíaca y rabiosamente beligerante. Es un epílogo siniestro al sueño roto de la década de 1960, a la paz y el amor, a la pretensión de cambiar el mundo en una generación, a la playa bajo los adoquines. […] En 1970, en el oeste de Londres, todo es fabuloso porque no puede durar. Después de las drogas viene la sobredosis. Después del caos, viene el orden totalitario.” Pero tras la muerte de Hendrix, como el Jesucristo que viaja en el tiempo en Behold the Man (Michael Moorcock, 1969), el mito sale de su tumba para contemplar, horrorizado, el legado de su generación. El argumento es el siguiente: “Tras una gira, Shakey Mo, pipa de bandas de rock de los 70 como Hawkwind o Deep Fix, se encuentra con Jimi Hendrix resucitado. Juntos viajan sin rumbo fijo en una autocaravana por el norte de Inglaterra mientras charlan sobre la lamentable situación del rock and roll y si hay alguna esperanza para su futuro”. Cisco Martínez y Sara Herculano, la criatura bicéfala que mueve sus tentáculos tras Aristas Martínez, me cuentan: “Es un relato aparentemente ingenuo, pero con un mensaje altamente crítico a nuestra sociedad de consumo: la reivindicación es una impostura, una estrategia comercial para monetizar la nostalgia. También se puede leer como una especie de nana para el hippie fracasado que todos llevamos dentro…”.
Sin embargo, Javier Calvo, quien lleva años batallando con el propio Moorcock las condiciones para una traducción que le haga justicia, no duda en reivindicar el legado del autor británico, en especial aquellos libros, aquí inéditos, con los que este se alejó del pulp: “Ha escrito posiblemente las novelas posmodernas más importantes del Reino Unido. Ha llevado mucho más lejos que casi nadie la experimentación literaria, pero al mismo tiempo es un autor que está muy olvidado. Solo por eso creo que merece la pena. Tengo la teoría de que si alguna vez se publicara toda la obra del Moorcock en España o Catalunya mucha gente diría: ‘ah, hostia, ahora lo entiendo todo, ahora entiendo muchas cosas que vinieron después, por qué la ciencia ficción británica es mucho más oscura que la americana, mucho más nihilista, anarquista, oscura, pesimista…’ Él es un eslabón perdido que aquí nos falta”. Cisco y Sara añaden: “A Moorcock se le reconoce por la creación del ‘multiverso’, un concepto complejo asimilado ampliamente (no solo por las películas de superhéroes, como demostró la oscarizada Todo a la vez en todas partes). A nosotros nos interesa su discurso contracultural, que aplicó a todos sus textos. Hay quien solo lee en él la fanfarria de la ciencia ficción, quedándose apenas en la epidermis de un pensamiento más profundo y revolucionario”.