Del dinamismo nace el emblema de las escaleras de Joan Miró, escaleras de la fuga y de la inquietud al modo de Marcel Duchamp, escaleras de una imposible ascensión al paisaje estelar. La escalera del pasaje del Crèdit, núm. 4 donde nació el artista nos convoca para entender las nuevas formas de la pintura contemporánea que convierten a la escalera en un signo de sentido pleno. Son las típicas escalas burguesas de finales del siglo XIX, las de la ciudad metropolitana que Walter Benjamin estudió en su libro de los Pasajes a propósito de las pasarelas de París. Antes de convertirse en el pintor de las constelaciones, feliz pastorcillo de las formas cósmicas en las últimas etapas de su producción, Joan Miró pinta las escaleras de la evasión como una manera de proclamar su rechazo al drama de la guerra civil, los conflictos obreros y el enorme carnaje de las guerras mundiales. 

La escalera de la evasión

La escalera es una bandera de disidencia. Perro ladrando a la luna, (1926, Fundació Joan Miró, Barcelona) o La escalera de la evasión (1939, Chicago, colección privada) son proclamas pacifistas contra las formas industriales de la violencia. Los objetos se deforman cuando son observados, cuando el pincel del artista quiere desentrañar la verdadera identidad de lo que son las cosas. No estamos lejos de las inquietantes escaleras que pueblan algunos de los poemas de su amigo J.V. Foix, de la irónica prevención sobre el propio domicilio —el poeta advertía en las visitas: “calle de Setantí, 5 (ahora 9), 3º 2a. ¡64 escalones!— o de la evocación desconsolada a la muerte de Gabriel Ferrater de Tots hi serem al port amb la desconeguda, escrito sobre el último peldaño de la escalera de su casa del Port de la Selva. Joan Brossa, que llevaba las zapatillas a retalón, tropieza y se mata cuando cae por las escaleras, por el territorio de la contingencia. Pere Miquel Carbonell, el gran escritor de Barcelona, también murió cuando resbaló en la escalera, iba a comer a la cocina y ahí se quedó. Corría el año 1517.

Joan Mirí, autorretrato de 1937

En el autorretrato de 1937 Miró se presenta deformado, indicando los monstruos que ocultan el aspecto habitual de los seres vivos. La escalera solitaria de sus pinturas simboliza el esfuerzo por salir del barrizal y del mundo gris ahogado por el tedio y la indiferencia. El deseo de evasión es tan fuerte que sólo la subida a la escalera le permite reencontrarse con la noche estrellada, con la callada música de los cuerpos celestes que conjuran el instinto de la muerte, la turbación por el derrumbe de todo un mundo que fue el suyo. La arquitectura de la gris Barcelona de la posguerra, carente, en general, de la protección estimulante de la creatividad y de la belleza, refleja la angustia existencial de la ciudad, una vez más atrapada por unas murallas, en ese caso tan invisibles como sólidas.