Dicen que nunca estamos lo bastante preparados, en la vida, para afrontar las verdades que duelen, y a fe de Dios que así es. Miércoles pasado, día del cuarto aniversario del día que vam-ser-república-sense-despenjar-la-bandera-espanyola-de-la-Generalitat, también fue el día que mi héroe holandés de infancia, Koeman, se inmolaba definitivamente en Vallecas. Pero es que además, también fue la noche en que corroboré que JOAQUIM MOLAS no escribía bien. En efecto, el profesor en mayúsculas y uno de los personajes más importantes de la historiografía literaria catalana escribía en su intimidad de la misma manera que Memphis Depay juega a fútbol: sin sustancia y con aquel par de toques de más que sacan de quicio a cualquiera. Lo más curioso es descubrirlo mientras leemos, en una entrada de 1993, que según Molas hacer de jurado en el Premi Josep Pla era "una tortura y una pérdida de tiempo". Es curioso, por no decir doloroso, ya que el año 2021 muchos hemos descubierto que leer sus dietarios es una tortura lectora de igual calibre. Por suerte, como mínimo soportarla no es exactamente una pérdida de tiempo: literariamente no valen nada, pero el cotilleo literario que desgranan permite jugar la mar de bien al Sálvame Deluxe versión literatura catalana, un programa que televisivamente sería mucho más interesante que el 90% de los partidos del Barça de Koeman y evidentemente que el 100% de programas culturales de TV3.
Si estos dietarios fueran materia televisiva, por ejemplo, tendríamos un beef entre Molas y Pere Calders, con el segundo recriminando al primero que no hacer realismo histórico también es una forma de luchar contra la opresión franquista. También tendríamos Molas, voz distorsionada y cara pixelada, diciendo pestes de Narcís Garolera, Jordi Malé, Lluís Bonada o Carme Arnau y afirmando que su obsesión por Verdaguer, Riba, Pla y Rodoreda los ha despersonificado. Leyendo el libro, es imposible no desear un cara a cara presentado por Marc Giró entre Molas y Jordi Llovet, con el primero diciéndole al segundo que "lees poco, y lo poco que lees lo lees sin leer, con gafas ciegas". Incluso yo querría ser tertuliano y poder recriminarle, aparte del uso criminal de las comas, el hecho de haber dejado fuera de sus antologías de poesía a Brossa, Vinyoli o Palau i Fabre, así como de haber prestado poca atención académica al estudio de la obra de Joan Sales o de mi querido Sagarra, a quien el título de esta columna rinde homenaje. Todo esto está dentro del dietario, pero escrito con un estilo que hace difícil digerirlo de manera agradable y entretenida, es decir, de una manera popular y apta para todo el mundo.
Para entendernos, Molas, para escribir, era capaz, a menudo, o mejor dicho, desgraciadamente, de redactar, así, con pausas, una frase, densa, con mil comas, pesadísimas, cada dos palabras, tal cual, indiscriminadamente. ¿Te ha gustado esta oración escrita a la manera de Molas? Pues sus dietarios, El mirall de la vida, Dietari 1956-2015, son mayoritariamente así, con este tipo de sintaxis interruptus permanente que dificulta la lectura, impide entrar hasta el fondo de la idea y acaba invitando a abandonar el libro. Toda una lástima, desde mi punto de vista, porque si alguna cosa grande hizo Molas es pretender acercar la literatura catalana al pueblo y a casi todas las capas de la sociedad, construyendo en pleno franquismo un canon literario inexistente hasta entonces y erigiendo un monumento cultural de nuestro país como es la MOLC, la colección de libros que todos los catalanes tendrían que recibir en su casa el día que cumplieran dieciocho años, de forma gratuita y a cargo de la Conselleria de Cultura.
En aquella Barcelona ocupada y vencida en la cual Manuel Lara requisaba a punta de pistola ―medalla de la Legión al pecho― papel para imprimir libros y levantar Planeta, o en aquella Catalunya en la cual Martí de Riquer escribía el año 1940 en Escorial que "al desaparecer en el siglo XVI la literatura catalana y cumplir su destino, dejó valiosa herencia que recogió la literatura española", Molas ―alumno y discípulo de Riquer, así como amigo de Lara― supo liderar junto con nombres como Max Cahner, Josep Massot o Josep M. Castellet una reivindicación, recuperación, ordenación y dignificación de nuestra literatura. Sí, la que el mismo Riquer había afirmado que había muerto hacía siglos, y la que gracias también a Molas hoy está bien viva. Tan viva que todavía levanta debates en Twitter, disputas en algún coloquio e incluso polémicas en alguna aula, a pesar de vivir en un sistema literario que todavía está a años luz de ser el de un país normal. Un país donde la crítica no se entienda como un escarnio y donde la prensa cultural no sea esclava del amiguismo sectorial, por ejemplo. Un país donde se pueda decir bien alto que un mito como Molas escribía fatal, al igual que decimos que un mito como Koeman entrenaba como el culo. Un país donde no duela decir que el 27 de octubre del 2017 empezamos a perder, en vez de seguir diciendo que empezamos a ganar. Un país sin tantas farsas ni medias mentiras enmascaradas de simbolismo, sino con verdades dichas en la cara. Un país donde entendamos que abrazar la nostalgia y construir panteones es sano, pero que saber hacer revisionismo de los ídolos no sólo es todavía más sano, sino necesario.
Un país, en definitiva, que no escriba su historia con comas, arrastrando el peso del miedo, sino con oraciones donde los puntos y seguidos signifiquen avanzar con más fuerza. Pero todavía estamos donde estamos, y en este país en el cual una noticia en el diario sobre una pelea entre carnerianos y maragallianos a punta de navaja en el Born todavía tendría veinte veces más clics que una reseña sobre Nausicaa o La paraula en el vent, el legado de Molas, incluso lleno de textos con más comas que anuncios de publicidad en un periódico digital, es precisamente este: haber trabajado para bajar la literatura catalana a la calle, convirtiéndola en el hilo cultural que entronca la historia de un país normal. Un milagro a menudo poco valorado en este país nuestro tan tristemente anormal.