Joaquín Sabina canta con la solvencia, el ímpetu y el desgarro del mito que sabe que un día no muy lejano va a empezar a decirle adiós a los escenarios y no le da la gana pensar en ello. Ya tiene 74 años y no hay muestra de cansancio en su actitud, todo maestría, la vieja escuela por solera, aunque se le nota en los hombros el peso de los excesos. Es la rara avis de su generación, la puñetera resistencia. Decir Sabina también es invocar a un poeta sin filtros que no le teme a la página en blanco, porque a Joaquín, por las venas, le corre tinta amarga y negra. “Buenas noches Barcelona, bona nit a tothom; otra vez de escenario en escenario, de hotel en dulce hotel, del caño al coro, otra vez despidiéndome del foro cambiando de estación en el calendario”. La belleza también puede invocarse con voces toscas.

Sabina es como de otro siglo. Canallismo, espesor de Varon Dandy en el ambiente, las fechorías más perversas están permitidas en su presencia. Enamoró al público en su primer concierto en el Palau Sant Jordi —vuelve este viernes 29— presentando Contra todo pronóstico en una noche llena de remembranzas, melancolía y vandalismo verbal. Inauguró la velada con Cuando era más joven y siguió con Sintiéndolo mucho, el inicio y el final, quizás haciendo un guiño primario a una vetusta trayectoria siendo una de las voces más carismáticas e identificables de la canción española. Hacía tres años que no giraba por los continentes con su propuesta, y había ganas de plantar su presencia inmunda en un escenario estático dinamizado por una banda de instrumentos puesta en segundo plano. En el centro, impetuosos, un bombín vacilante y blanco, una americana azul rallada y un cantar roto y profundo, de carajillero duro, como la del que echa de menos el aguardiente más que a una madre. Se movió poco el poeta en la jornada nocturna.

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Foto: Europa Press

Se movió poco el poeta en la jornada nocturna. En un pabellón repleto de figurantes variopintos sentados en perfecta cuadrícula, en el que quizás destacaban las camisas de algodón y las rayas al lado, el de Jaén consiguió rellenar los espacios entre butacas con unos modales irreverentes a ratos sustituidos por la ternura que dan los años. “Cuando uno va cumpliendo demasiados años, como es mi caso, lo peor que le pasa es que le van desapareciendo amigos; me he ido quedando bastante solo”. Y Sabina se arrancó a recordarles porque seguimos existiendo porque alguien piensa en nosotros, y no al revés. Javier Krahe, Luis Eduardo Aute, Pablo Milanés. Serrat, que sigue coleando pero “se retiró nadie sabe por qué”. Y Chavela, la Llorona, la gran dama del poncho rojo. Por ella el público se puso en pie por primera vez cuando sonaron las primeras notas de Por el bulevar de los sueños rotos, el tema que el artista le dedicó a la mexicana porque le dio tiempo “a hacerle una canción y cantársela mirándola a los ojos”. “No para llorar su muerte si no para celebrar su fantástica vida”.

A Sabina se le adora como se adora a un santo: tiene licencia para matar

También hubo alguna que otra ranciedad casposa vestida de buena educación y virilidad servil —la corista Mara Barros primero es muy guapa y luego muy buena— que la afición obviará de su memoria, demasiado acostumbrados a los machirulos de barrio. A Sabina se le adora como se adora a un santo: tiene licencia para matar. Pero sus letras costumbristas, vomitadas entre resacas de mal llevar, transportan a cualquiera a sus lugares más oscuros, más banales y más añorados. La gente le canta como si se cantara mirándose al espejo. Por eso, tras la canción Tan joven y tan viejo, el público en pie enterró a un Joaquín desarmado entre vítores ensordecedores: para darle las gracias. “No se le puede pedir más a este oficio que tener a un público como ustedes”.

Llegaron Y sin embargo, Peces de ciudad y 19 días y 500 noches, el tema que ha unificado a todas las generaciones sabinianas. Fue un viaje añejo a otra época, a otro hacer. Una radiografía de una trayectoria vital que marcó una época y de la que ahora quedan pocos vestigios. Un llamamiento inconsciente a volver a disfrutar de la música sin autotune, a huir de las florituras, solo por el simple hecho de revalorizar la simpleza del estímulo único. Entre los versos desterrados de una voz cavernosa, el poeta firmó la que podría ser su despedida en la ciudad. Cerraron Princesa y su rock'n'roll desatado, Contigo, Noches de boda, Y nos dieron las diez y Pastillas para no soñar, poniendo la guinda a un concierto de dos horas y cinco estrellas, con el público reconvertido en coro y un señor agradecido con sombrero postrándose ante él.

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