Mi tio Jorge era el puto amo. Sólo se equivocó en dos cosas en la vida. La primera: “Nunca montes un restaurante”, me decía cada vez que íbamos a verle al Bar-Restaurante de la calle Nàpols, un lugar de menús que yo recuerdo muy sofisticado porque tenía las sillas tapizadas. Toda una apuesta para la época, teniendo en cuenta que las cantinas del Besòs, nuestro barrio, tenían suelos radioactivos y todas las sillas de plástico. Mi tío Jorge, segunda cosa –y definitiva– en la que se equivocó: era un fumador empedernido. De los que se encendía un cigarro con la colilla del anterior. En eso, nunca pudo dejar atrás el barrio.
Mi tío Jorge nunca vio a sus hijas. En cuanto el negocio prosperó, también incorporó a mi tía Carmen. Mis primas, Iris y Eva, se criaron sin padres. Siempre en las cocinas del Bar-Restaurante Murcia, como se llamaba el lugar. “Las mejores migas de toda Barcelona”. Con el tiempo, mi tío Jorge, que aparte de hacer trucos con el cigarrillo tenía muchísima maña para cocinar, fue incorporando platos cada vez más finos a la carta. Hacía salsa de boletus, cuando todavía las llamábamos a todas, setas. Él nunca vivió eso de que los cocineros fuesen chefs. Ni toda la revolución culinaria que parecía emparentar a los –se llamaba a sí mismo– “currelas” con los artistas más que, eso, con personas atadas a unos fogones, a un trabajo de tantísimas horas.
Mi tío no podría participar en un formato como el de Joc de cartes, por motivos obvios: al final no lo mató la cocina, esquivó con cierta elegancia incluso la crisis de 2008. Pero al cigarro no lo pudo torear. Mi tío hubiese odiado el programa de Marc Ribas, que ha llegado a su octava temporada con los mimbres intactos: “currelas” sacándose los ojos por las migajas, una plaquita para ser “El mejor restaurante de…”.
5.000 euros y una plaquita
En el episodio de ayer, el amante de los hierros, Marc Ribas, se iba al Penedès a meter en la batidora a cuatro –autodefinidos, y convencidos– chefs. Sólo empezar dejaban clara la cosa: “Vengo a buscar la perfección”. “Vengo a competir, con todo”, decía otro de ellos, el más yuppie, el propietario Julià Vernet, polo azul y pelo corto, gerente de Vilagut. “Me encanta el trabajo y el estrés”. A partir de aquí, la lógica de siempre: criticar hasta el infinito los espacios: mesas muy juntas, criticar las cocinas: no veo las marmitas, soy más partidario de los fogones. Y siempre la misma lógica, coger cocina tradicional y mezclarla un poco, solo un poco, con la alta cocina. Esa que mi tío no vivió. Y, entre medias, Marc Ribas alimentando siempre con una sonrisa el pique entre los contendientes.
Cuatro personas que se han dejado los ahorros o están hipotecados hasta los higadillos, para luego criticar al de al lado, que tiene las mismas penas
Como siempre lo mejor del programa sigue siendo cuando se encierran todos los participantes en plató a puntuarse. A sacarse los ojos. Cuatro personas que se han dejado los ahorros o están hipotecados hasta los higadillos, para luego criticar al de al lado, que tiene las mismas penas. ¿En qué momento dejaron de considerarse “currelas” como para poder despotricar tan a gusto de colegas de profesión? No digo que la cocina no haya avanzado, mi tío Jorge fumaba en un patio junto a los fogones. Pero de ahí a tratar a puntapiés a un igual, él no lo hubiese permitido. Ganó en el Penedès, por si se lo quieren ahorrar –o ir–, el Vilagut. 5.000 euros y una plaquita. “Guau”, exclamó, Julià.