¿Arthur Fleck o Joker? ¿Realidad o fantasía? ¿Maldad o enfermedad? La contraposición es una constante que, aunque ya representó el esquizofrénico clímax final de Joker (2019), ahora coge carrerilla en Joker: Deux à folie. Más humanismo, más locura, pero también mucha, mucha más incomprensión. La película sigue al personaje en la cárcel y durante su juicio, acusado de haber asesinado a seis personas. Esa es la sinopsis. A parte de eso, nada excesivamente nuevo en cuanto a trama, pero sí un excepcional viaje emocional: Todd Phillips firma un segundo acto y continúa indagando en cuáles son los límites de la cordura, en el estigma de la salud mental y en el repudio social a la diversidad. Y le ha puesto más sal al estofado con una Harley Quinn necesaria y un formato musical que indaga en los sentimientos del personaje. Porque si ya conocíamos su pena y su mal, ahora le toca al amor.
Aquí se hiper humaniza al personaje principal: si Arthur está enamorado significa que no es un monstruo, sino un enfermo. Y que es vulnerable. Así se ratifica lo que ya intuíamos, y subrayar y redundar en esa idea es quizás lo más frenético del filme. Las dudas van y vienen, pero la lástima que se siente hacia el personaje perdura. También la culpabilidad como parte de una sociedad que no atiende ni escucha, que menosprecia al diferente por diferente, que no por asesino. Los asistentes al juicio se ríen de un pobre testigo que va hacia el estrado simplemente porque sufre enanismo, hay burlas sobre su forma de andar, le humillan. Esa frialdad constante es incómoda y es lo que el director busca: señalarnos, interpelarnos, sonrojarnos. Sin hablar de un magnífico Joaquin Phoenix que mira constantemente a cámara pidiendo respuestas y que lo vuelve a clavar hurgando en sí mismo sin saber hacia dónde va, perdido entre lo que desea, lo que le gustaría y lo que los demás quieren de él: Joker, Arthur, Joker, Arthur...
Ese despiste también lo siente el espectador, que nota las neuronas rebotar en las paredes cerebrales. Porque hay muchos frentes, pocas sentencias y varias conclusiones. Joker: Deux à folie sigue siendo un reproche al sistema y una crítica directa al estigma de la salud mental, y eso es indudable. Como hizo divinamente su antecesora, ahonda en que muchos factores influyen en la estabilidad mental de un sujeto, y que muchas situaciones límite podrían evitarse si no miráramos hacia otro lado. Naturaliza a los pacientes que con demasiada frecuencia son víctimas de los prejuicios sociales. Y realza el amor y la compañía, la anti soledad, como único motor posible de transformación.
Aunque quizás el riesgo más notable es la parte musical, recurso que sirve para plasmar las emociones de Arthur —o Joker, ya da igual quien sea— y que, por fin, el personaje pueda expresarse con total sinceridad, sin censuras. Es a través del cancionero americano que él y Quinn (tierna y espeluznante Lady Gaga) construyen su propio mundo utópico e imaginario donde ser libres. Musicalizar la historia no es una decisión estética, sino narrativa y plenamente justificada, aunque por momentos chirríe. El abuso del formato en algunas escenas peca de alejarse de la crudeza del relato, tan presente en Joker, pero es cierto que magnifica el contraste con una realidad amarga que siempre se acaba imponiendo.
Al final, todos nos podemos identificar con el hombre que hay detrás del maquillaje
Porque también es evidente la patada que le da Phillips a las lacras estructurales de la América contemporánea, con una clara alusión a la violencia policial o al sensacionalismo desbocado de los medios de comunicación, incluso alertando de que los discursos populistas pueden tener consecuencias fatales. Tanto es así que incluso el propio Joker se cuestiona si quiere seguir participando de un circo mediático que lo está utilizando, otro símbolo de la ultra sensibilización del personaje, que es de lejos lo más admirable de la película. Más allá de cualquier trastorno, al final, todos nos podemos identificar con el hombre que hay detrás del maquillaje. El villano, el ser maquiavélico que está solo en el mundo, es un pobre imbécil que solo quiere que le quieran.