Julià Guillamon (Barcelona, 1962) lo quiere dejar claro desde que empieza la entrevista: "siempre ha sido un poco hippy", dice. Según él, eso se traduce en la voluntad de vivir distanciado del mundo literario y, a la vez, también la de acercarse a otros. Y lo que domina a Les hores noves (Anagrama), su último libro, es sin duda el universo del mundo natural. Siguiendo las huellas del anterior, Les cuques, Guillamon observa con ojos curiosos todo lo que crece a su alrededor, desde los manzanos de Arbúcies, dónde ha vivido el último año, en los plataneros de Barcelona. Escribe este tipo de diario, reflexivo y agudo, con la voluntad de demostrar que, a través de la observación, podemos aprender de todo aquello que nos rodea. Y para reivindicar, como reza la cita de Josep Pla que encabeza el libro, que nuestro patrimonio natural "tiene un valor inmenso".
"Les salamandres eren molt més importants que els llibres de Sant Jordi", dices en el libro. Una frase sorprendente viniendo de un escritor.
Siempre he sido un poco hippy. El universo de la institución literaria no me interesa mucho. La gente que no me conoce, como soy crítico de La Vanguardia, se piensa lo contrario, pero la institución me carga. Durante muchos años no iba a Sant Jordi.
¿Es difícil querer tener cierta distancia y dedicarte, al universo literario?
Creo que se ha ido creando una endogamia sectorial. Me acuerdo de que cuando trabajaba de periodista en el Avui propuse seguir a Quim Monzó durante todo un día de Sant Jordi. Él no tenía libro aquel año. Estuvimos haciendo al tonto todo el día. ¡Sólo entramos en una librería! Fuimos a desayunar, después a comer a un lugar donde estaba (Eduardo) Mendoza. Estuvimos criticándolo. Después nos encontramos a una amiga suya, se la intentó ligar y ella le dijo que no... Ahora eso es imposible. Estamos todos convertidos en pequeñas empresas. Los escritores tenemos un Twitter profesional, un Facebook profesional o un Instagram profesional, y nos hemos convertido en eso. Vivimos en una sopa que es siempre nuestra sopa. Eso nunca me ha gritado mucho, hacer esta vida literaria. Me gusta más hablar con un campesino que con otro escritor. Desde que hice Les cuques hablo más con gente del mundo natural. Me siento más a gusto.
El mundo natural es precisamente el que domina Les hores noves. Junto con la idea de que ha perdido el lugar que tradicionalmente tenía.
Sí, y eso ha pasado por la misma dinámica social. En Arbúcies, cuando yo era crío, me parecía que la gente del pueblo era muy diferente. Con los años, he visto que me parecían así porque ellos no eran tampoco exactamente del pueblo. Era gente que hacía muy poco que había llegado, desde las casas de campo y por eso yo los veía así. Habían hecho este cambio porque de campesino ya no se podía vivir, eran unas condiciones muy duras. En cambio, en Arbúcies había industria de las carrocerías y la gente iba a trabajar. Y ahora sus hijos ya no viven en el pueblo, porque todos estos pueblos se han vaciado. La gente que ha estudiado se ha marchado. Los que se quedan todavía trabajan en la industria y los únicos que siguen trabajando en bosque ahora son los inmigrantes. Es un proceso de transformación que, si ha pasado en los pueblos, imagina en las ciudades. En las ciudades antes todo el mundo de una o dos generaciones venía del mundo campesino. Y, en cambio, ahora la distancia es mucho mayor, estamos a tres o cuatro generaciones.
También ha cambiado la forma en que nos miramos la naturaleza.
Hay muchas maneras de ver el mundo natural: en la montaña eso se vive de formas muy variadas. Hay quien está vinculado al mundo de campesino porque todavía tiene propiedades. Porque tú vas al campo y a ti te parece que no hay nada cultivado, pero todo tiene amo: las castañas tienen amo, los corchos tienen amo... Hay gente que viene de una generación nueva y que intenta vivir de campesino con otra mentalidad. Y después está la gente que vive en la montaña como un recreo. Son los ciclistas, los excursionistas, los que hacen pícnics... No he querido hacer un retrato de toda la gente que vive en la montaña, sino explicar cómo transcurre un año a través de lo que me pasa a mí.
No he querido hacer un retrato de toda la gente que vive en la montaña, sino explicar cómo transcurre un año a través de lo que me pasa a mí
¿Siempre te ha gustado mirar lo que crece a tu alrededor?
Cuando yo era pequeño, Arbúcies era un pueblo de verdad. Entonces eso era inevitable, había mucha más permeabilidad entre el hecho rural y lo urbano. En la calle aparecían animales, sobre todo en verano, y la gente como venían de campesino, todos tenían plantas, gallineros... Yo venía del Poblenou, que era uno de los barrios de Barcelona más industriales o más afectados por el progreso y, claro, la diferencia era muy grande. Hay una parte que es natural de eso y otra que es construida, de decir: "Yo quiero ir allí a mirar la naturaleza y quiero saber qué pasa".
¿Cómo se relaciona este deseo con la amenaza de que esta desaparezca lentamente por culpa del calentamiento global?
Es un libro en que no hay grandes palabras, ni grandes teorías, todo es pequeño. Pero todos estos cambios, los ves en eso. Pasas por un lugar donde hay salamandras, que tú sabes que son muy delicadas, y organizan una carrera popular. Ves la manera como vive la gente del pueblo y todos van en coche todo el día, porque los pueblos se han dispersado de manera tal que todo está muy lejos. Hemos perdido el sentido de las cosas. Y la gente tiene un punto de incoherencia: puedes estar muy preocupado por el futuro del planeta y gastar cien litros de agua para lavarte la bicicleta.
Es un libro en que no hay grandes palabras, ni grandes teorías, todo es pequeño
¿Cómo puede ser que pase eso?
Tenemos una mentalidad tan compartimentada que nos parece que todo es posible: que tú puedes ir en bicicleta de montaña por un sendero y que aquello sea puro. Y no. Estamos en una fase en que las buenas intenciones no se traducen en acciones prácticas porque estas acciones van en contra del gran elemento central del mundo de ahora, que es la libertad individual. La libertad individual es inalienable y la gente no quiere renunciar por más grande que sea el problema ambiental. Ya no es el problema que vendrá el apocalipsis, sino que tu entorno inmediato está estropeado.
¿Pero esta libertad individual no es una libertad vana muchas veces? La libertad de poder consumir, por ejemplo.
Claro está, porque detrás de muchas cosas lo que hay es un gran negocio. He estado hace poco en Girona y he quedado en shock del turismo ciclista que hay. Se ha convertido en un lugar en que van ciclistas de todo el mundo a entrenarse. Y con muchas tiendas de ciclismo de lujo en el centro de la ciudad. Son fenómenos que, desde una mentalidad antigua, son inconcebibles. Pero funciona así y cuando la gente piensa en usos nuevos, siempre están hablando de negocio, nunca de preservación. Siempre pongo el ejemplo de los Parques Naturales. ¿Un Parque Natural qué es? Una reserva de flora y fauna. No es un anuncio turístico de una zona para que tú vayas el fin de semana. Pero, en cambio, el uso que hacemos es este. Si quieres preservar una cosa, a veces te tienes que privar de ir.
Cuando la gente piensa en usos nuevos, siempre están hablando de negocio, nunca de preservación
¿Hablabas de coherencia, pero podemos vivir de forma coherente en la ciudad?
Si la gente no se mete en la cabeza que hay que parar el consumo, pero sobre todo el consumo de energía, no haremos nada. Los recursos son limitados, eso lo sabemos de toda la vida. Hay una idea de que la escuché a no sé quién y que me la he hecho mía: nosotros vivimos como si fuéramos un sheriff. Vamos a un valle, lo vaciamos y entonces conquistamos otro y también lo explotamos, como si el mundo fuera infinito. Es la mentalidad del cowboy y, en cambio, eso es una cápsula espacial. Hay los recursos que hay y tenemos que sobrevivir con estos. Y eso la gente no lo tiene claro.
¿Es difícil hacer este cambio a nivel individual?
Yo tampoco he querido dar ejemplo de nada. Pero sí mostrar una sensibilidad hacia las cosas. Creo que eso es lo más especial del libro: explicar que se puede aprender. No es un libro que escribe alguien que lo ha sabido todo desde siempre. Se trata de dar nombre e incorporar al conocimiento cosas que ya has visto con la percepción. A mí, literariamente me gustaba mucho saber describir bien descrita una cosa.
¿Viene de aquí la voluntad de reflejarte en Josep Pla y el libro de Les hores?
El libro de Pla lo descubrí hace muchos años en castellano. Me enganché y me di cuenta de que explica cosas que he visto, pero que no sabía que las había visto. Y eso me fascinó. Pero no quería coger a Pla y volver a hacerlo. Él tiene una cosa que es que se te engancha su estilo, te da fluidez, porque como él le sale tan fácil... Entonces lo hacía como si fuera gimnástica: cogía Les hores y me lo miraba para coger el ritmo. Después hay otra cosa y es que a mí me gustan las cosas insignificantes. Hay gente que va al bosque y admira los árboles monumentales. Y, en cambio, en el libro hay muchas cosas pequeñas, las menos épicas o grandilocuentes.
Yo era punk y un posmoderno y cuándo en la facultad nos hacían leer El cuaderno gris no me gustaba
¿Es esta relación de maestría que siempre has tenido con el escritor?
Al principio no me gustaba nada. Yo era punk y un posmoderno y cuándo en la facultad nos hacían leer El cuaderno gris no me gustaba. Una vez, muy jóvenes, hicimos una gamberrada que fue coger un cuento de Pla, manipularlo, y enviarlo a un premio para que no ganara. Para demostrar que no era tan bueno. Pero después me he enganchado por el lado de la naturaleza, después de pasar por mis dos amores que son (Joaquim) Ruyra y (Josep Maria de) Segarra. Pla tiene una cosa que no tienen los otros dos, que es el retrato de la gente. En El cuaderno gris, cuando hace estampas poéticas y explica cómo es una tarde en Montjuïc, me deja frío. Pero cuando explica cómo es la tertulia en Palafrugell, que hay una gente jugando a cartas cada noche, aquello sí que me gusta.