Kamasi Washington impone. Desde la primera vez que le ves y le oyes. Y da igual si estás o no sobre aviso, su figura es monumental e infinita. En todos los sentidos, la física y, más aún, la espiritual. Parece inmutable, pero no lo es. Él saca, cada vez que sopla, fuego por la boca, si bien esa paz interior lo disimula. Y emana un sonido que no se puede comparar al de ningún otro. Acostumbrados a hacerlo, a establecer conexiones con el pasado, en su caso es más interesante explicar qué sucede ahora a su alrededor, y qué influencia tiene en los demás, que fijarnos en referentes pretéritos.
Sin lugar a dudas, su irrupción con The Epic en 2015, un disco indescifrable e inacabable, salvaje en tamaño y en profundidad, abrió una puerta a aquellos que no se atrevían con propuestas más complejas y arriesgadas, contemplando la vasta historia de la música jazz pero, también, sin dejar de estar pendientes en lo contemporáneo. Con el hip hop como base, la improvisación y, ante todo, la búsqueda de nuevos espacios, justo entre lo psicodélico y lo espacial. De alguna manera, Kamasi se reveló como un extraterrestre necesario y muy auténtico. Aunque imponga (y no sabes cómo), es básico tenerle cerca. Su música cura, es terapéutica.
Ahora mismo, en Los Ángeles, hay una escena jazzística muy rica en la que todo vale. Con criterio y buen gusto, pero con libertad (implícita al género tal y como contaba el entrenador Jack McKinney en la serie de HBO The winning time). Lo pudimos comprobar hace poco con Nubya Garcia (esta pertenece a la también activa escena londinense) en su paso por la ciudad de Barcelona: su discurso musical fresco y atrevido cala entre los clásicos, pero también, y con razón, entre los que crecen aprendiendo. Es magnetismo y conexión, más la idea de inventar un lenguaje. Y en ese territorio, Kamasi Washington es el Rey. Lo ha demostrado en cada uno de sus discos, en sus oportunas apariciones, como aquel día en que Michelle Obama le elige para que ponga banda sonora a su documental. Nadie mejor que él, pues va a ubicar allí los sonidos más trascendentes de este siglo XXI. Sin ánimo de aleccionar ni de demostrar nada: ahí está su mundo y tú eliges si vas a por él.

En 2024 publicó Fearless movement y el single de apertura, con su correspondiente video-clip, fue Prologue. Sí, cierto, Kamasi volvía a impresionar: el ritmo, el movimiento, la danza y hasta la crítica social. Imposible alejar a ese huracán. Justamente, tras un Heaven and earth más sereno y espacioso, en este su tercer largo, encuentra el equilibrio. No se la va tanto la mano con el minutaje (aunque eso para sus seguidores nunca fue un hándicap) y el arco narrativo de sus canciones es más amplio. En cualquier caso, a este Kamasi se le disfruta en otras condiciones. Es un menú degustación más corto, pero igual de elaborado. Otro asunto clave en Kamasi es la capacidad para generar atención entre sus compañeros, para ese disco aglutinó a artistas, tales como Thundercat, Taj y Ras Austin, George Clinton, DJ Smoke o André 3000. También necesitó a unos cuantos productores, el equipo era generoso con hasta cuatro efectivos. Como detalle simbólico: participa su hija de tres años tocando el piano en Asha the first.
Con estas credenciales, la cita este pasado domingo con Kamasi Washignton era casi un deber. De hecho, tras su lesión de espalda que le obligó a parar, había visto algún video en YouTube en que le veía tocar sentado y eso no era buena señal. Afortunadamente, ya en este tramo de gira, el californiano se sienta solo para tocar un teclado. Es más, esta versión de ahora es diferente a las anteriores: menos hermético y más comunicativo que antaño. Él se posiciona como director de orquesta, dirige a la banda y da, cada vez, con la tecla adecuada. Lleva a DJ Battlecat, algo que molesta a los más puristas y que, en cambio, entusiasma a jóvenes que no están tan puestos en música jazz y apuestan por la renovación. De hecho, ahí está la brecha, y la mezcla, un público que sabe a lo que va y que quizá no es el que imaginas. En realidad, es un éxito y una virtud. Una audiencia respetuosa que, además, apenas saca el móvil.
La música de Kamasi es jazz, pero ya ha traspasado la puerta del género: esta es la banda sonora del siglo XXI
En ese entorno, Kamasi está cómodo, alardea de músicos (está particularmente contento de llevar a ese DJ y se queda embobado viendo tocar a su teclista) y, además, le acompaña su padre (flauta y saxo soprano), Patrice Quinn a las voces (que solo luce puntualmente) y un batería (Tony Austin) que, por su pinta, parece salido de una película de la Blaxplotation. El trombón, Ryan Porter, es lo opuesto a Trombone Shorty, prefiere la elegancia al desparrame. El repertorio, excepto la ceremoniosa y mística Street Fighter Mas (qué gran final de canción con todo el mundo coreando), corresponde a Fearless movement. En ese nuevo entramado, Kamasi sopla menos, dejando más espacio al resto, pero cuando lo hace, es para rematar la faena: como ese delantero centro que está ahí para meterla por la escuadra. Obviamente, la música de Kamasi es jazz, pero ya ha traspasado la puerta del género: esta es la banda sonora del siglo XXI; moderna, disruptiva y valiente. Es la sintonía que nos salvará de la quema y de los malvados que nos gobiernan. El apocalipsis lo podría firmar el saxofón de Kamasi. Ponte Asha the first y la combativa Prologue para corroborarlo.