Hay pocas cosas más agradables que leer un poema, cuando hace calor, y sentir que inmediatamente te transporta al invierno. Está claro que el verano es una época cojonuda, ya que la mayoría de mortales nos dedicamos a dejar de trabajar durante unos días y vivir, ni que sea momentáneamente, como si no fuéramos esclavos de nada. De acuerdo. El único problema, sin embargo, es que nos tenemos que inventar las maneras para soportar el bochorno, sea instalando aire acondicionado en casa, confiando en los ventiladores de toda la vida o, si nada de eso funciona, apostando por el tradicional e infalible recurso del abanico. Somos pocos los que sabemos, sin embargo, que abrir un libro de Karmelo C. Iribarren puede ser también una evasión estival más refrescante que jugar con las corrientes de aire de las ventanas de casa calculando la apertura de ventanas con la precisión de un ingeniero.
És quan llegeixo acalorat que no hi veig clar
Leer poesía en pleno verano no está mucho al orden del día, no nos engañemos. Si te fijas, los pesados de la prensa cultural nos pasamos el día recomendando lecturas "frescas" para disfrutar de la literatura durante las vacaciones, pero difícilmente en estas listas llenas de fotos bucólicas hay nunca Las coplas a la muerte de mi padre de Jorge Manrique o La tierra baldía de T.S. Eliot, por poner dos ejemplos tontos. Un servidor, sin ir más lejos, se propuso hace años, en época universitaria, prepararse el examen de "Poesia Catalana del s.XX" que caía a finales de junio llevándose Sol i de dol a la playa, aprovechando que aquel año habíamos decidido con los amigos pasar el Sant Joan en Platja d'Aro. No hace falta decir que la experiencia fue nefasta, no sólo porque leer J.V. Foix en voz baja reduce un 60% el placer de leer en Foix, sino porque enfrentarse a aquellos sonetos prácticamente perfectos entre gente jugando a palas, vendedores ambulantes de mojito y adolescentes escuchando reguetón es más difícil que encontrar una foto de Karmelo C. Iribarren sonriendo.
Yo no sé por qué Karmelo nunca ríe, pero sé que él me hace sonreír a menudo a mí. He decidido tutearlo y presentártelo porque si alguna cosa tiene su poesía es eso: son poemas amigables, confidentes y empáticos, donde de una curiosa manera se crea una camaradería constante entre autor y lector. Escribe aquello que todos sentimos y no sabemos decir, pero lo dice de una manera formalmente tan poco poética, que, al leerlo, no parece que Karmelo C. Iribarren y Juan Ramón Jiménez compartan la misma condición de poetas. También Chimo Bayo y Johann Sebastian Bach se parecen tanto como un huevo y una castaña, mirándolo bien, y los dos son considerados por la Wikipedia como músicos. Quizás la clave es que Karmelo, nacido en San Sebastián el año 1959, siempre ha huido precisamente de las etiquetas. Empezó a escribir de forma alternativa y en los márgenes del circuito oficial de la poesía castellana hace décadas, cuando trabajaba en un bar y cuando dedicaba media vida, precisamente, a cerrar los otros bares donostiarras después de que él hubiera cerrado el suyo. Precisamente esta aura de poeta maldito en el cual la ciudad, el invierno, las tabernas, la lluvia y el amor son los ejes básicos de su poesía ha hecho que muchos lo vendan como un "Bukowski a la vasca", un "Raymond Carver donostiarra" o una "reducción ínfima de Baudelaire", como si sus poemas fueran platos de Ferran Adrià cuando, en realidad, son tan populares, humildes y encantadores como una cañita de cerveza bien fría en la terraza después de un día cansado.
Otra manera de decirlo
"Verás/ es muy sencillo:/ los lunes/ martes/ miércoles/ jueves/ viernes,/ son la vida. Los sábados/ no son más/ que una efímera ilusión/. Y los domingos/ nos sirven/ para encajar/ bien/ todo esto". Este poema titulado Sencillo, publicado el año 1999 en el libro Desde el fondo de la barra, es una buena muestra de este minimalismo poético que te explicaba antes, donde la poesia es austera, desnuda y limpia. Por una parte, parece un despropósito ocurrente o un tuit ingenioso que podría tener miles de retuits, pero tras esta apariencia de frase escrita con rotulador en la puerta de un lavabo público, la poesía de Karmelo se codifica en unos parámetros que conocen muy bien la tradición, pero juegan a destruirla, un poco, salvando muy enormemente las distancias, como hacen Enric Casasses, Mireia Calafell o Manuel Forcano en nuestra literatura, cada uno a su manera. Posiblemente sus poemas sean los poemas escritos en castellano ante los cuales más gente se atreva a decir "eso es muy fácil, también lo sabe hacer un niño de nueve años", al igual que dicen los sabelotodo muertos de hambre ante los cuadros de Miró o los diseños de Ágatha Ruiz de la Prada. Sin embargo, aunque todo el mundo crea que puede escribir como escribe Karmelo C. Iribarren, hasta el día de hoy ninguno de los instapoetas que tantos likes cosechan y tantos libros venden ha sido capaz de acercarse nada a la simplificación karmeloniana de la poesía, hecha desde la ironía, el humor, la noche, el alcohol y un sentimentalismo antisentimental que, de tan auténtico que es, nos llega a parecer que es incluso nuestro.
Dijo Walt Withman que un lector, cuando se enfrenta a un libro de poemas, no tiene que descubrir un libro, sino una persona. En los poemas de Karmelo no sólo descubrimos un hombre, sino también un cómplice, un compañero con quien compartir paraguas en un paseo bajo la lluvia o un amigo a quien llamas para explicarle que tienes un dilema vital, que lo has dejado con la pareja o, sencillamente, que no estás bien. En estos casos, el mundo se divide entre la gente que para animarte te pronuncia discursos complacientes llenos de frases de Paulo Coelho y la gente que, en cambio, te dice la verdad en la cara, por dura que sea, pero lo hace proponiéndote tomar algo frente al mar, pedir una botella de txakolí y compartir unas aceitunas rotas con un platillo de queso Idiazábal, consumiendo la tristeza juntos sin ninguna prisa por acabar aquel pequeño instante de placer compartido. La poesía de Karmelo forma parte del segundo grupo, por eso descubrirla es no quererla abandonar nunca, como tampoco se abandona nunca, en verano y con 37º a la sombra, el deseo de transportarse al invierno con el fin de gastar el tiempo haciendo planes para el verano siguiente.