Desde siempre, Olot ha sido una ciudad llena de mitos en boca de todo el mundo. Los que decían que "qui no carda a Olot, no carda enlloc", muy pronto descubrieron que la capital de la Garrotxa es una ciudad magnífica en una comarca de lo más interesante, sí, pero que para nada del mundo se trata del paraíso del amor consumado. A la larga lista de personas desencantadas por haber descubierto que ir a Olot y no hacer el amor es una cosa normalísima, hay que sumar las personas que, por suerte, hemos descubierto que tampoco es cierto que "qui no mata a Olot, no mata enlloc". ¿Es verdad que Carles Porta podría llenar media temporada de Crims con sucesos oscuros de Olot? Sí, es evidente, como también lo es que estigmatizar una población por cuatro o cinco casos de crónica negra en cincuenta años es tan hiperbólico como injusto.
El mayor mito engendrado nunca en el corazón de la Garrotxa, sin embargo, tiene relación con el mundo del arte: es el mito de la "Escuela de Olot", otra mentira calamitosa y que protagoniza la exposición L'Escola d'Olot, una "fake news" amb 150 anys d'història inaugurada en los Espacios Volart de la Fundació Vila Casas. Si los que hace un siglo y medio fomentaron que Olot era la Suiza catalana supieran que hoy hay quienes dicen que Olot es la Ciudad Juárez catalana, el disgusto les haría tanto de daño como descubrir que la pintura de la mal llamada "Escuela de Olot" ya casi no ocupa hoy las paredes de ninguna casa de buena familia, sino más bien los almacenes llenos de polvo de algún trapero.
Un relato lleno de tópicos
Hubo un tiempo en que en todas las casas de la burguesía catalana había cuadros con paisajes idílicos. Con el paso de los años, aquellas obras que los marchantes de arte de principios del siglo XX catalogaban de "Escuela de Olot" dejaron de estar pintadas por artistas de renombre y empezaron a ser reproducidas, a mediados del siglo XX, por pintores que dibujaban la ruralidad como aquel que hace churros, a destajo, por eso en todas las casas de Catalunya, en todas las fondas de carretera, en todos los hoteles de poca monta e incluso en las consultas de los dentistas había, como mínimo, un paisaje idílico en alguna pared que todo el mundo relacionaba con la "Escuela de Olot". ¿Paisajes olotenses? Aparentemente olotenses, en todo caso, ya que si alguna cosa deja clara la exposición, comisariada por Xavier Colomo, es que nada de lo que mostraban aquellas telas teóricamente realistas era real. ¿Dónde empieza el mito de todo, sin embargo?
Ni los paisajes de los anuncios de chocolate suizo son reales ni los cuadros que pintaban a Joaquim Vayreda, Josep Berga Boix y Marian Vayreda representaban la realidad olotense, sino la realidad olotense que ellos pretendían alcanzar. Obras de arte con una técnica y una calidad destacable, por descontado, pero principalmente propaganda sobre una visión idílica y armoniosa de la vida rural en unos tiempos en que la urbanidad y las ideas liberales amenazaban con destronar una forma más conservadora de comprender a la sociedad. Los Vayreda, por ejemplo, buscaban plasmar en sus obras una arcadia carlista en la cual todo vivía en un orden pacífico y protector, con el campo como elemento bucólico contrapuesto al caos y el embrollo de las ciudades. Lo hacían, sin embargo, sin enfangarse los pies ni pisar los caminos de cabra donde situaban a los campesinos que poblaban sus telas, ya que la mal llamada "Escuela de Olot" vivía de idealizar la Garrotxa a partir de fotografías hechas por otros artistas o por simples excursionistas. A veces, el trabajo del pintor era precisamente transformar la realidad capturada en una foto para convertirla en aquella realidad que se quería vender, como pasa en Voltants d'Olot, un óleo sobre tela de Josep Berga Boix con una bonita vista panorámica de Olot. Cualquier persona olotense, en los años setenta, habría querido tener el cuadro colgado en la pared del comedor, observarlo y pensar: "Oh, ¡qué bonito era Olot hace cien años!".
Pues bien, esta persona quizás no era de Olot. De hecho, quizás eras tú. O tu madre. O tu abuela. Fuera quien fuera, tendría que saber que la tela mostraba una realidad más falsa que un duro sevillano: Berga Boix la pintó a partir de una foto, y en el paisaje se elide, como por arte de magia, la presencia de un elemento primordial en la instantánea: una chimenea industrial. Contra el proceso, tradición. Contra la realidad existente, la existencia del arte. ¿De cuál, sin embargo? En realidad, aquello que define la "Escuela de Olot" es la propia inexistencia de un estilo pictórico que pueda considerarse propio de una escuela, ya que "Escuela de Olot" no es apreciable en obras que no tengan campos de alforfón o casas pairales, ni en los cuadros que no protagonizan campesinos con barretina o zuecos. Más allá de las obras donde la madre naturaleza actúa como armoniosa protectora de sus hijos, las telas de los Vayreda o Berga Boix quedan huérfanos de cualquier rasgo estético o plástico que las diferencie de las de algún otro pintor de la época. Por lo tanto, la Escuela de Olot no es una escuela, sino una tendencia con una clara intención ideológica y ceñida a una temática, una técnica y una metodología muy concreta.
El eje de la modernidad artística soterrado por el franquismo
A mediados de los años cincuenta del siglo XX y desde su vertiente propagandística más falangista, el franquismo siguió estirando la veta para seguir vendiendo Olot como un paraíso idílico, obra de Dios, y una tierra llena de campos de cultivo con pintores dibujando aquello que veían. La realidad, sin embargo, es que cuando el No-do fue a rodar un reportaje sobre la "Escuela de Olot", tuvo que pedir a unos ganaderos de Sant Esteve d'en Bas que plantaran el caballete cerca del río e hicieran ver que pintaban. De nuevo, la ciudad de Olot engordaba otro mito y era utilizada ideológicamente, esta vez durante la dictadura; el idealismo pregonado por los Vayreda ochenta años antes encontraba ahora un nuevo nicho, en este caso con el objetivo de convertirse en el escaparate de la paz bucólica y jubilosa de la Catalunya nacionalcatólica.
Por el camino, en medio, habían quedado los herederos de los Vayreda y la evidencia en que entre el carlismo y el falangismo, Olot estuvo durando un tiempo al servicio de una sola causa: la valentía, la innovación y la libertad aplicada en el arte. Francesc Vayreda, hijo de Joaquim Vayreda, al principio del siglo XX aprovecha el renombre artístico de la ciudad que su padre ha puesto en el mapa pero cambia el tópico, trazando un nuevo camino y consiguiendo que Olot también sea un polo de atracción artístico durante el primer tercio del siglo. Del paisajismo pleinairista de su padre, Francesc Vayreda pasa a un estilo ya más personal e identificable, que transita del impresionismo al novecentismo y al realismo mágico. 'Can Vayreda' se convierte en un punto de encuentro de la efervescencia artística en Catalunya, y se convierte en ello no sólo gracias a Francesc Vayreda, sino también a pintores como Iu Pascual, Ignasi Mallol, Domènec Carles o Marian Llavineras.
Pero por encima de todos ellos, hay un nombre que brilla con luz propia y desmitifica el relato oficial sobre la mal llamada "Escuela de Olot": Raymond Vayreda, hermano de Francesc, hijo de Joaquim y lo que hoy podríamos llamar un hipster que mata al padre. Un hipster avant-lettre, claro está. Un personaje poliédrico, magnético y rebelde que muy pronto apostará para soterrar el novecentismo y abrazarse a nuevas formas de arte mucho más arriesgadas, como por ejemplo el vanguardismo. Raymond Vayreda acabará manteniendo a lo largo de su vida una estrecha relación con Salvador Dalí y Sebastià Gasch, y se convertirá en un agitador cultural que desde el corazón de la Garrotxa pensará de forma universal sin olvidar su esencia local. Precisamente el contrario de lo que predicaba la "Escuela de Olot" tan representada por su padre y que, nos guste o no, es la que ha pervivido en el tiempo, ni que sea un falso mito: un mito local sin ninguna otra proyección universal que la de vender una verdad llena de mentiras. La de vender un ideal que, como todos los ideales, se desinfla cuando te acercas a él, lo miras con ojos críticos y te das cuenta de que los mitos existen para desmitificarlos.