Hay una gasolinera en la N-420 que parece una simple estación de servicio, pero en realidad es la puerta de entrada a otra dimensión. Se encuentra entre Mora d'Ebre y Corbera d'Ebre, a escasos metros del Memorial de las Camposines, un punto estratégico y un cruce de caminos que desde hace siglos conecta el territorio litoral y las tierras de interior. Lo que nadie sabe y ya empieza a ser hora de saberlo, sin embargo, es que a través de aquella gasolinera ubicada en el municipio de La Fatarella, aparentemente una gasolinera más como tantas las que hay, se conectan en realidad dos mundos: el conocido y el desconocido, el de hoy y el de ayer, el artificial y el auténtico. Por una parte, el nuestro, la Tierra baja de la cual venimos, materialista y decadente. Por la otra, la Terra Alta de la que nunca se quiere volver una vez se ha descubierto, y que evidentemente no tiene nada que ver con la Tierra alta pirenaica de la obra de Guimerà, pero que es igual de utópica y pura. Tampoco tiene este artículo nada que ver con que que te gustara Star Trek, que hayas disfrutado viendo Dark en Netflix o que sencillamente te tragaras Startgate cada de verano en TV3, ya que conviene avisarte: nuestra aventura, hoy, no hablará de ciencia-ficción, sino de una realidad concreta. Una realidad tan fabulosamente escondida y lejana que parece, a menudo, de otro mundo.


La antigua báscula pública de Bot, apta para mercancías, tractores o naves espaciales. (@quadern_tactil)

La arcadia de los placeres ancestrales

En la mayoría de gasolineras el producto estrella es el diésel y el principal reclamo para que la gente haga una parada son los precios bajos de los carburantes, pero en la gasolinera de las Camposines eso no es así. Aquí, el principal reclamo son unos sacos de kilo con naranjas recién recogidas, en invierno, y una nevera llena de un refresco ancestral, en verano. De hecho, entre poner veinte euros de gasóleo en La Fatarella o ponerlos en Portbou, Mollerussa o Cardona no hay ninguna diferencia, pero donde sí que hay diferencia es a la hora de comprar alguna cosa en la tienda de la estación de servicio. Mientras la mayoría de gasolineras se han convertido en pequeños supermercados dignos de un aeropuerto y sin ningún arraigo con el territorio, llenos de aceites industriales, bebidas energéticas hechas en un laboratorio o bocadillos precocinados procedentes de la otra punta de la península, en las Camposines el orden prioritario de los factores, de cara al cliente, es el invertido: no se trata de abastecer a los conductores con el fin de hacer placentero un viaje largo, sino que se trata de abastecerlos con el fin de hacerles entender que están entrando en la Terra Alta, que pronto tendrán ganas de parar en el siguiente pueblo, de abandonar el coche allí indefinidamente, de comprarse una casa, de tener tantos hijos como sea posible, de ponerle Manelic a uno de ellos, quizás el mayor, y, sobre todo, de darse cuenta que quién quiere vivir bien tiene allí una arcadia en la cual conseguirlo.


Bóvedas medievales en Horta de Sant Joan, uno de los pueblos más telúricos de la Terra Alta. (@quadern_tactil)

Todo eso pasará después de parar en la gasolinera donde todavía nos encontramos, sin embargo. Si estuviéramos en invierno, habríamos cargado el maletero con un saco de naranjas que nos habrían perfumado el coche como si lo hubiéramos rociado con una botella de Cointreau, pero como estamos en verano hay que hacer una cosa todavía más extrema: decir adiós a la Coca-Cola, el Red Bull o el Montser y abrazar el refresco energético más genuino de nuestro país, el suave. Seguramente no lo conocerás, ya que los que vivimos en la Tierra baja hace años que dejamos de creer en los inventos caseros hechos en nuestra tierra, por desgracia. La nevera del local está repleta de suaus Quim, la única marca registrada en la actualidad de este refresco de café que riega todas las sobremesas de la Terra Alta y que tiene un packaging tan vintage que la botella, vacía y de segunda mano, sería más cara en un mercado de anticuarios del Born que llena y nueva en esta gasolinera. Sabiendo que los hipsters barceloneses creen que Berlín o Londres están más cerca que Batea y Horta de Sant Joan, lo más probable es que todavía tarden milenios a descubrir este refresco hecho a base de café, gaseosa, azúcar y mucho amor.


Una botella de suau Quim en la gasolinera de las Camposines, con Ramon medio escondido tras el datáfono. (Joan Carbó)

"El suau, de hecho, es la evolución genuina y popular del Zuavo, un ponche de café que se hacía años atrás en Mora de Ebro y que cerró fábrica hace décadas. Se bebía de Vilafranca del Penedès en abajo y era tan conocido que incluso los americanos de la Coca-Cola querían comprales la receta", comenta Ramon, guardián del portal tridimensional y responsable de la estación de servicio, por este orden. En efecto, cuando lo pruebes y notes la sorprendente dulzura, acidez y frescura de esta especie de Coca-Cola sui géneris, comprenderás por qué aquí, en los mediodías estivales, los albañiles y los pintores de paredes, en vez de quitarse la camiseta llena de sudor encima del andamio y hacer un trago de Coca-Cola light que haga enloquecer una oficina de Gandesa llena de señoras, como el mítico anuncio asquerosamente heteropatriarcal, beben una botellita de suau Quim, que es menos erótico y no provoca tanta admiración, pero contiene el erotismo de la autenticidad. El suau Quim no es de la Terra Alta, sin embargo, sino de la Ribera d'Ebre, concretamente de Benissanet, donde hace años el propietario del Bar Quim, que lógicamente se llamaba Joaquim, se inventó una mezcla propia a partir de Zuavo que ganó popularidad como "suau del Quim". El año 2005, después de haber cerrado el bar, el Joaquim sénior y su hijo, Joaquim júnior, decidieron comercializar el suau a partir de la receta del padre, de forma cien por cien artesanal y casera.


Joaquim del bar Quim, en Benissanet, en una foto de archivo que rememora el origen del suau Quim. (suauquim.com)

La república del olivo y la memoria

Mientras todavía saboreamos el suau en los labios, se oye a Ramon de nuevo. "La otra cosa que no podéis perderos son nuestras aceitunas y patés de aceitunas, xeics" dice. Se le tendrá que hacer caso. Nos señala una repisa del pequeño supermercado, que tiene la estética sobria de un economato soviético, pero teniendo una estampita de Sant Blai en vez del camarada Stalin encima del mostrador. En la estantería hay olivas empeltre –conocidas en la Tierra baja como "de Aragón"- para dar y para vender, pero lo que más llama la atención es una colección de patés de aceitunas de sabores y colores diferentes y que, además, tienen precisamente el nombre del patrón que bendice nuestra entrada a la Terra Alta: Blai. Blai Peris, para ser más exactos. ¡"El potingue más sano y mejor que se puede comer, rico en omega-3 y vitaminas, no lo digo yo, lo dicen los médicos"!, insiste el tendero, que a este paso, si es igual de seductor vendiendo pastas de aceitunas que vendiendo súper 95, en vez de comprar paté de olivas nos acabará convenciendo de arrimarnos al surtidor y hacer una cata vertical de súper 95, súper 98, diésel e+, diésel e+10 e incluso gasóleo B, como quien prueba cinco garnachas blancas de diferentes añadas en la Bodega Cooperativa de Gandesa. Hacemos caso a Ramon, compramos una pasta de aceitunas Empeltre, una Arbequina y una Dulce -hecha con un pellizco de miel-, y le preguntamos dónde iría él a probarlas si pudiera escaparse ahora mismo de la tienda, coger el coche y perderse en el lugar más mágico de la Terra Alta. "En las Olles, sin duda, ir allí es como volver a nacer de nuevo".


Pasta de aceitunas empeltre Blai Peris, un producto obligatorio en la despensa de cualquier persona con Pasaporte Hedonista. (@blaiperis)

Con dos botellitas de suau y tres potitos de pasta de aceitunas encima, abandonamos la gasolinera y nos introducimos a la nueva dimensión. "Aquí, en aquest camp que mai no serà un reialme habitual de tombes fixes, ningú no té nom" dice una placa con estos versos de Agustí Bartra en el Memorial de las Camposines, un lugar solemne, íntimo y necesario donde se mantiene viva la memoria de la Terra Alta y de los millares de muertos de la Guerra Civil, todavía para desenterrar, que aquí tienen un espacio desde el cual recordarlos. El pasado es una herida de la cual cada cicatriz es una lección, sin duda, como se aprecia también en el pueblo viejo de Corbera d'Ebre dónde Joan Brossa plantó, como quien pone semillas de un árbol, el Abecedari de la Llibertat. Pasamos Gandesa, con la monumental cooperativa modernista de Cèsar Martinell a mano izquierda, y enfilamos la carretera hacia Bot, la TV-3531, posiblemente una de las carreteras más idílicas del sur de Europa, propia de una dimensión paralela como esta, a dos horas y media del IKEA más próximo y sin mercadonas, bonpreusesclats ni ametllersorigens en ningún sitio. Las sierras de Pàndols y Cavalls se dibujan al horizonte de manera imponente, tan imponente como la sensación que, de un momento a otro, de la nada tiene que aparecer un coche de la NASA de aquellos que hace fotos en Marte para reafirmarnos que nos encontramos en otro planeta. Lo único que aparece, a la entrada de Bot, es un John Deere del año de la castaña conducido por una chica a quien le preguntamos como llegar en las famosas Olles. "Sólo os lo digo si prometéis no decirlo a nadie, sin embargo"!.


Las Olles, entre Bot y Horta de Sant Joan, llenas de hedonistas bañándose en el río Canaletes. (Joan Carbó)

Si no te importa, pues, nos tendremos que guardar tú y yo el secreto, a pesar de saber que en la Tierra baja ya no existen los secretos y el dios Google, como buen oráculo, lo sabe todo. También sabe que informar no es lo mismo que sentir, al igual que escribir en palabras una experiencia no es lo mismo que vivirla. Hacer un tentempié en las balsas de agua más idílicas de Catalunya con un bañito tampoco no es lo mismo que pasar simplemente la tarde en el río, ya que como avisaba Ramon, bañarse en las Olles tiene alguna cosa bautismal, de renacimiento, de entrada sagrada a una nueva vida. Si Picasso dijo que todo lo que sabía lo había aprendido en la Terra Alta y en Horta de Sant Joan, tú y yo sabemos que, como turistas espaciales venidos de la Tierra baja, de la Terra Alta todavía nos quedan muchos aprendizajes por descubrir. O por redescubrir, como por ejemplo merendar un simple paté de olivas en medio del bosque, con los pies en el agua, con una botella de suau en la mano, una garnacha blanca de Gandesa en la otra y el móvil bien escondido, sin cobertura. Por desgracia, un placer que ya no es de este mundo. Por suerte, sin embargo, si nuestra rutina es un lobo, Àngel Guimerà estaría bien orgulloso de nosotros: como el Manelic, nosotros también lo hemos muerto.