De camino al segundo día del Sónar ojeo su Instagram y me fijo en un post de hace unos días. “Mejoras que hemos implementado”, dice. Carpas anti calor y pro circulación del aire, zonas de descanso, más facilidades para las personas con movilidad reducida, más baños, más fuentes de agua gratis. El Sónar es el mejor festival del mundo porque piensa en su gente pero sobretodo porque desarrolla lo que piensa por su gente. Por eso lleva más de treinta años contando con un público fiel y con otro nicho deseoso de pertenecer a esta secta de la felicidad absoluta. Con esa idea unificadora en la cabeza, había pocos nombres más generosos que Laurent Garnier para formalizar el vínculo entre el pasado y el ahora, entre los que llegan y los que hace tiempo que no se van. El DJ francés es uno de los cabezas de cartel más repetidos de la fiesta y de los que firma sesiones más longevas en todas sus formas, siempre garantía de éxito. 58 años y un set de 3 horas que dejó el Sónar de Día casi huérfano de otros nombres y que ratificó que la experiencia es un grado que en este festival se cotiza al alza.

🟠 El Sónar 2024 en fotos: Air, Charlotte de Witte, Paul Kalkbrenner y mucho ambiente
 

Todavía con el sol alumbrando las carpas de Estrella Damm y el césped verde oscurecido por centenares de pies impacientes, el francés salió a la palestra con todo y sin nada, en un escenario completamente sobrio que llenó con muecas de gusto y ojos cerrados, sintiendo el bombo en el pecho. Cuando Garnier pincha es como si el universo se parara. Solo él y sus discos, nada más que el hombre y su tabla de mezclas. Y consigue que las fieras indomables le sigan el ritmo, siempre atentos a su descomunal don para crear atmósferas placenteras que se mueven entre el house y el techno con una comodidad de estar por casa. El resultado fueron muchos saltos y demasiadas sonrisas, un buen rollo del que da rabieta, otro día más en la oficina con la garantía de estar viendo al mejor postor. Al final, uno no sabe cómo pero diferencia que lo que está escuchando tiene solera. A veces las cosas buenas son difíciles de entender.

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Air presentó Moon Safari. Foto: Carlos Baglietto

La segunda sesión del Sónar sonó a francés y a delicatessen por partida doble y tirando de clásicos; ya se conoce que el festival a menudo decide mirar hacia atrás para coger carrerilla e impulso. El fin de la sesión de Laurent Garnier empalmó con el inicio de otro nombre experimentado de la música electrónica, uno de los cabezas de cartel del viernes, esta vez en el Sónar de Noche. Air empezó su show como si de un grupo cuadriculado se tratara: instrumentos a punto, perfección escénica, atuendos milimetrados y visuales trabajados dieron el pistoletazo de salida a uno de los fetiches de la electrónica clásica, reservados a los parroquianos fieles del género. Nicolas Godin y Jean-Benoît Dunchel, acompañados por una banda, se centraron en volver a interpretar Moon Safari, su primer álbum y etiquetado por el mismo festival como “uno de los álbumes debut más extraños”, que celebra un cuarto de siglo. Pero la falta de popularidad mainstream se notó en un recinto mucho menos congestionado y con un público más envejecido, también con una sesión menos retumbante y más melódica, no apta para los cazadores de sensaciones fuertes.

El dancefloor, las sonoridades de club y la música disco destacaron en una jornada nocturna fresca y sin sudadas por encima de nuestras posibilidades

Fueron Ben Böhmer o Jennifer Cardini junto a HAAi quienes congregaron a la muchedumbre frente al estruendo y ofrecieron sesiones de núcleo oscuro, más duras pero también más multitudinarias, con guiños al colectivo queer de las dos artistas femeninas en medio de un submundo psicodélico y enérgico deseoso de liberar hasta al apuntador. “Ningún Pride para algunos de nosotros sin liberación para todos nosotros”, se podía ver en las pantallas gigantes, alternando con una bandera LGTBIQ+ y una retahíla de aplausos pocos días antes que el Orgullo ocupe las calles y las marquesinas hipócritas de muchas marcas. El dancefloor, las sonoridades de club y la música disco destacaron en una jornada nocturna fresca y sin sudadas por encima de nuestras posibilidades, con mayor sensación de holgura ambiental. El trío Eliza Rose b2b Dan Shake b2b Sally C firmó una odisea salvaje al son del soul o el funk, sin olvidarse del garage o el drum’n’bass, con los potentes visuales del SonarLab x Printworks, homenaje a la famosa sala londinense. Y el italo disco de Toy Tonics Jam —los DJs Kapote & Sam Ruffillo— puso a mover el esqueleto incluso a los que ven con dificultad cualquier cosa que no sea dar botes, antes que Richie Hawtin, Adriatique o Danny Tenaglia pusieran el broche de oro a otro día colosal.

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Foto: Carlos Baglietto

La simpatía mayúscula y el espiritismo introspectivo volvieron a coronar la totalidad del viernes en un Sónar que ya pasa de la treintena y que lo hace sin ningún tipo de crisis vivencial. Al contrario: la edad le da una madurez sexy que atrae. Da la sensación que cada año es igual de fantástico que cualquiera y eso genera dependencia emocional, sobredosis de euforia en tres días y con sintomatología de alcance anual. Es un festival que sabe adaptarse, que se comunica, que se organiza con cabeza, que posa sus pretensiones en la música más que en el bolsillo (o que disimula divinamente) y que sabe de sobras que parte con una ventaja respecto a otros festivales, seguramente la más importante: mucho tiene que salir mal para que el público no vaya al Sónar contento por defecto.