Michael Palin es el más viajero de los Monty Python o, por lo menos, es quien más lo explica. Ha elaborado varias series de reportajes de viajes -en tren y en barco principalmente- por todo el mundo, y también ha dejado constancia del viaje que hizo el barco HMS Erebus, que después de explorar el Antártico desapareció en el Ártico con toda su tripulación, en el libro publicado recientemente Erebus. Historia de un barco (Ático de los Libros, 2019).
Ahora, Palin vuelve con otro libro de viajes, pero esta vez a un lugar muy especial, Corea del Norte, el país más hermético del mundo, donde nadie entra -ni sale- sin el permiso de la dictadura comunista más paranoica que todavía permanece a la Tierra. Fue precisamente en un descanso en la producción del libro sobre el Erebus que Palin tuvo la oportunidad de desplazarse hasta aquel país para hacer un nuevo reportaje televisivo y de todo ello ha dejado testimonio en Diario de Corea del Norte (Ático de los Libros, 2020), con traducción de Joan Eloi Roca.
El libro detalla, a modo de un diario o cuaderno de viaje, la estancia que hizo entre el 26 de abril y el 10 de mayo de 2018 en un libro de fácil lectura, breve y aliñado por multitud de fotografías, que ayudan a comprender como es la vida de la población norcoreana y como es el régimen que los dirige.
El viaje, además, coincidió con un momento muy concreto de la distensión con Corea del Sur. Así, Palin es testigo de situaciones dignas de un guion de Monty Python, como la decisión, de un día para otro, de avanzar el huso horario para hacerlo coincidir con el de corea del Sur o el hecho de encontrarse casi de cara con Mike Pompeo, secretario de Estado de los Estados Unidos, en una misión que acabó con la liberación de un grupo de prisioneros de aquel país.
Con ojos de turista
Con todo, aunque Palin hace un esfuerzo por adentrarse en la vida cotidiana de los norcoreanos, choca una vez y otra con lo que es una constante en todo el libro, ve con sus ojos de turista occidental aquello que le dejan ver, y casi que imagina aquello que quieren que imagine.
De hecho, el mismo Palin, en tanto que narrador de documentales de viajes, es consciente de que siempre se mueve en una "tierra a medio camino entre la realidad y la narración" y quizás en Corea del Norte eso fue más verídico que nunca, porque a la recreación de la realidad que supone la realización de un documental se añade el control férreo de lo que hace y de lo que graba, siempre bajo la estricta vigilancia de unas "niñeras" que bajo el aspecto formal de guías turísticos son, en realidad vigilantes.
Sólo entrar en la dictadura de Kim Jong Un, Palin se da cuenta de una realidad que lo perseguirá a lo largo de su viaje: "Comprendo que el primero que tienes que abandonar cuando entras en Corea del Norte es cualquier sensación de independencia personal".
Un país de postal
A pesar de de ser consciente del tipo de país que visita, Palin no es ajeno al síndrome de Estocolmo, aquel estado psicológico en que la víctima de un secuestro acaba desarrollando una relación de afectividad con el secuestrador. Palin se deja seducir por la ideología 'juche' -resumiendo, la concepción de que el individuo sólo se realiza a través de la lucha revolucionaria que, necesariamente, tiene que ser conducida por un líder como personificación de los intereses de las masas- mientras visita los encantos turísticos de Pyongyang, como la Torre Juche o el Gran Monumento de la colina Mansu, con dos estatuas gigantescas -22 metros de altura- del Gran Líder, Kim Il Sung, y el Querido Líder, Kim Jong Il, las cuales se tienen que fotografiar siempre de cuerpo entero y de cara, y prácticamente no se cuestiona qué realidad hay tras aquella imagen de país de postal.
Aeropuertos y hoteles vacíos, escuelas ejemplares, grandes complejas turísticos con un puñado de chinos como únicos clientes, caras sonrientes por todas partes... A Palin y a su equipo le controlan lo que ve y lo que filman, aunque hay algún momento de relax, como la incursión en un picnic popular. Y a pesar de ser plenamente consciente que "hacer preguntas o poner en duda los hechos, sugerir que alguna cosa habría podido suceder de otra manera, se considera una deslealtad y es peligroso", el autor no parece poder evitar, ni en aquel momento ni a posteriori, mantener una cierta simpatía no sólo por aquella gente, sino por lo que representa su modo de vida.
La conclusión del libro, precisamente, es lo bastante clara en este aspecto: "Con el paso de los días, comprendí que mis ideas preconcebidas no eran correctas. Los norcoreanos con aquellos con los cuales me he tropezado no son autómatas malignos. Son cautivos de un sistema que les exige lealtad absoluta, pero que, a cambio, les ofrece seguridad, y, dentro de unos estrechos confines, brinda a algunos la oportunidad de disfrutar de la vida y destacar". No está mal para un régimen del que no se sabe nada, ni tan sólo cuánta gente hay cerrada en campos de concentración. O quizás es que no los hay, al fin y al cabo Palin no visitó ninguno...