Jordi Évole ha hecho buenísimas cosas por el periodismo. La primera, una que se diluye cuando se alcanzan ciertas cotas mediáticas, seguir haciéndolo. Aquellos reportajes en Salvados en prime time sobre ETA, con el conflicto en ciernes. Abogando por la pluralidad, y recibiendo palos –lo difícil de esas cotas mediáticas– de un lado y de otro. Por sociata, por woke o por cómplice del terrorismo. Y pese a todo, llevando hacia adelante su idea de debate público y derecho a la información.
Una etapa que terminó
Aquella etapa al frente de los grandes reportajes terminó. En 2019 Évole comunicó que había llegado el momento de cerrar un círculo tras una entrevista al Papa. Dio paso a Fernando González Gonzo, se apartó de la pantalla (no de la producción; Producciones del Barrio). Poco tiempo después, ya sin la marca periodística que le había engrandecido, pero que ya pesaba, empezó Lo de Évole. Un programa donde dar rienda suelta a la conversación, al tanteo, al tete a tete. Al amiguismo.
Évole empieza a confundir el interés personal con el servicio público
En Lo de Évole rara vez existe la tensión periodística. La vigilancia del poder como en aquella ocasión a Nicolás Maduro (2017), más antiguo todavía, la repregunta y la incomodidad, como con el ultraderechista y xenófobo Josep Anglada (2010), la apertura de miras gracias a Pepe Mújica (2015). Jordi Évole recurre mucho más a la confidencia, los espacios cortos. Sin desmerecer. No es algo nuevo en su trayectoria: hay que saber hacer un programa como el de Pau Donés (2020) en la Vall d’Aran, donde el músico decidió vivir sus últimos días y confesiones. Pero no existe la misma justificación con el ex Jarabe de Palo que con Juan y Medio. Por favor. Este tipo de coloquio, que abrió la noche del domingo la novena temporada del programa, empequeñece la trayectoria de alguien como Évole, que empieza a confundir el interés personal con el servicio público. No anda la televisión privada sobrada de espacios periodísticos.
Lo recordaba el director departamento de documentales de 3cat, David Bassa, en los recientes Premis Gaudí: ya sólo queda TV3 emitiendo periodismo en prime time (30 minuts o Sense Ficció). Vale, le toca; es la pública. Pero qué bueno cuando la gente se juntaba un domingo a ver qué tenía que contar Évole sobre la cárcel, Oriol Junqueras, Ibai Llanos o las heridas de la Guerra Civil. Lo de Évole, a excepción de la entrevista con Pedro Sánchez que cerró la cuarta temporada o el especial 11M a mediados de la quinta, ha ido cayendo en la complicidad excesiva. Y los datos de audiencia se han desplomado.
Lo de Évole ha ido cayendo en la complicidad excesiva. Y los datos de audiencia se han desplomado
Queda el consuelo que a Jordi Évole no se le ha olvidado el periodismo: No me llame Ternera (2023), con revuelo incluido en el Festival de San Sebastián, era una disección académica de Josu Urrutikoetxea, ex militante de ETA y político. Del personaje a la persona. De la anécdota a la categoría. Poco que ver con las bromas acongojantes de Juan y Medio, el altísimo (1,93), majísimo, camaleónico y yerno predilecto de Andalucía por La tarde, aquí y ahora (Canal Sur), haciendo ver que hablaba con el emérito Juan Carlos I –Inocente, inocente– o sus desamores. Évole ganó relevancia siendo El follonero con Andreu Buenafuente, pero siempre le sentó mejor el chaqué de periodista que de amigo gracioso.