Barcelona, 18 de marzo de 1640. Miquel de Mont-rodon, alguacil ordinario de la Real Audiencia de Catalunya (el máximo órgano de administración de justicia en nombre de la monarquía hispánica), detenía y encarcelaba a Francesc de Tamarit, diputado del brazo militar de la Generalitat (equivalente a conseller de Governació) y miembro del Consell de Cent (el gobierno municipal de Barcelona). Al día siguiente, el mismo Mont-rodon detenía y encarcelaba a Francesc Joan de Vergós y Lleonard Serra, miembros del Consell de Cent que hacían las funciones de enlace entre este organismo y la Generalitat. Tamarit, Vergós y Serra fueron encerrados en una mazmorra de la justicia hispánica situada en el sótano de una de las torres de la muralla romana de Barcelona. La pretensión del rey hispánico Felipe IV, que había ordenado aquellas detenciones, era entregar a los acusados al Tribunal de Contravenciones, un organismo judicial similar a un tribunal constitucional, que, teóricamente, velaba por el cumplimiento de las Constitucions de Catalunya.
Mont-rodon, que es lo mismo que decir Felip IV, encarceló a tres destacadísimas personalidades que lideraban el movimiento de protesta contra los abusos y los crímenes que, impunemente, cometían los Tercios de Castilla contra la población civil catalana. Catalunya, literalmente ocupada por el ejército hispánico, no tan solo tenía que soportar el alojamiento y el mantenimiento de 40.000 soldados (que representaban el 10% de la población del país), sino que también se encontraba inmersa en un escenario de violencia brutal. Los robos, saqueos, palizas, mutilaciones, quemas, violaciones y asesinatos que impunemente —y protegidos por el poder— practicaban los militares hispánicos habían convertido el Principado en una enorme bola de fuego. No había ninguna voluntad de poner fin a aquel infierno, más bien al contrario: pocos días antes de las detenciones, la Real Audiencia, convirtiendo las Constitucions catalanas en papel higiénico, comunicaba oficialmente a la Generalitat que renunciaba a investigar y castigar los abusos y los crímenes cometidos por los militares hispánicos.
El caballo de batalla eran los alojamientos forzosos, más, incluso, que las levas forzosas. La prueba es que Tamarit, pocos días antes de ser encarcelado, había sido recibido como un héroe en Barcelona: venía recuperar la fortaleza de Salses (Roselló), ocupada por los franceses, liderando un regimiento de leva catalán. Pero eso no ocultaba que el país estaba inmerso en una tragedia. La especulación de alimentos —dirigida desde la oficina del virrey hispánico— había provocado el derrumbe de un segmento económico muy dinámico que el historiador Pierre Vilar denomina "las clases medias del país", y la ocupación militar del Principat —dirigida desde el despacho del conde-duque de Olivares, ministro plenipotenciario de Felipe IV— había incendiado un escenario castigado previamente por una crisis inducida. Olivares, en una maniobra muy reveladora, había desviado el frente de la guerra franco-hispánica (1635-1659) a los Pirineos catalanes, con el propósito de estimular el contrabando de alimentos (la especulación y la ruina) y justificar la ocupación militar (la violencia y la represión).
Para entenderlo mejor hay que explicar que los alojamientos forzosos, el caballo de batalla de aquella crisis, se amparaban en una ley catalana (una reliquia medieval que había quedado semioculta en las sucesivas Constitucions de la centuria de 1500) que obligaba a las clases populares a alojar a las tropas que, teóricamente, defendían el Principat. Olivares, que había desplazado a propósito el frente de guerra a Catalunya, hizo un uso perverso de aquella prerrogativa. Una particular e interesadísima interpretación que pretendía justificar la ocupación militar del país: el establecimiento de 40.000 soldados de los Tercios se presentó como una maniobra militar de defensa y se reveló como una maniobra bélica de ocupación largamente ambicionada por la cancillería hispánica. Una ley, sin embargo, que eximía a la clase aristocrática y que, en cambio, obligaba a las clases populares, que en aquel contexto de 1635-1640 eran las que más sufrían los efectos de la crisis económica inducida. Naturalmente, eso provocaría la suma de una reacción antiseñorial y de una reacción anticastellana.
Las fuentes documentales de la época son un trágico rosario. Tanto las libretas de notas particulares como las anotaciones de los libros parroquiales, las actas municipales y el dietario de la Generalitat dibujan un país inflamado. A la brutal violencia militar hispánica se sumaban los efectos de la crisis económica: enfermedades, inanición, desahucios, destrucción de las unidades familiares y expulsión del sistema de una parte del segmento de población más dinámico. Y, encima, el auge de una nueva expresión de esclavismo. Las casas de caridad y los caminos estaban llenos a rebosar de chiquillos, huérfanos o abandonados, que engrosaban una espantosa masa de mano de obra semiesclava o el fenómeno de la delincuencia, o bien morían a causa de las enfermedades y la inanición. Según algunas fuentes documentales, entre el 10% y el 15% de la población se había refugiado en el interior de las grandes masas boscosas del país, donde había formado comunidades más o menos estables que vivían dedicadas al bandolerismo de baja intensidad.
Con estos elementos, resulta fácil entender el carácter social inicial de aquella Revolución de los Segadores, que estallaría con el Corpus de Sangre, tres meses después de las detenciones y encarcelamientos. Sin embargo, en cambio, es más difícil entender la transformación de una revolución social en una revolución nacional, que es lo que se avista a partir del encarcelamiento de Tamarit, Vergós y Serra. En este punto hay que mencionar dos hechos imprescindibles. El primero, que Pau Claris, presidente de la Generalitat, también era al punto de mira de la cancillería hispánica; sin embargo, la condición eclesiástica del presidente impedía el mismo tipo de procesamiento que se pretendía en los tres casos anteriores, cosa que evitaría a Claris pasar por el mismo aprieto; y el segundo, que el encarcelamiento de los consellers era el corolario de una espiral de violencia —cuando menos, hasta aquel momento—, pero sobre todo contenía un mensaje de clara amenaza a las clases rectoras catalanas.
Entonces, la cuestión que se plantea es: ¿por qué las clases rectoras catalanas no tan solo se implicaron, sino que pasaron a cohesionar y liderar aquel movimiento revolucionario? La respuesta la encontramos en el singular dibujo de la sociedad catalana de la época. En primer lugar, hay que decir que, a diferencia de lo que pasaba en Castilla, las clases mercantiles habían alcanzado el poder político del país, por primera vez en la historia. Por consiguiente, la crisis económica y social fabricada por la monarquía hispánica amenazaba los negocios y el poder de las élites plebeyas que gobernaban el país. En segundo lugar, es importante mencionar que aquellas clases rectoras, que temían tanto el descontrol de aquella revuelta social como la ocupación militar, inicialmente confiaron en Felipe IV. Ahora bien, la constatación de que el plan del rey hispánico —en definitiva, la resolución de la crisis catalana— pasaba por arruinar y masacrar a Catalunya provocó el viraje radical de Claris, Fontanella, Tamarit y tantas otras personalidades que dirigían las instituciones catalanas.
Mont-rodon murió el 30 de abril de 1640, seis semanas después de las detenciones. Como un pendenciero que habría hecho sonrojar al gángster Capone, se presentó con su tropa en Santa Coloma de Farners a castigar a los opositores a los alojamientos de la tropa hispánica. Recibió un escopetazo mortal mientras azotaba públicamente a dos vecinos, padre e hijo, en medio de la plaza del pueblo. La versión oficial sería que había sido asesinado por un vecino que presenciaba el acto, pero la autoría de su muerte presenta muchas dudas. Tamarit, Vergós y Serra serían liberados el 23 de mayo de 1640 en el transcurso de una revuelta urbana. Dalmau de Queralt, virrey hispánico de Catalunya, sería asesinado el 7 de junio de 1640, festividad conocida como Corpus de Sangre, en la playa de Montjuïc, mientras esperaba que la galera real se lo llevara. La versión oficial hace responsables a un grupo de segadores, pero el dietario de la Generalitat revela que Santa Coloma estuvo acompañado por consellers de la ciudad hasta que la galera real botó una barquita con soldados armados para recogerlo.
El 7 de septiembre de 1640 el gobierno de Catalunya firmaba un tratado, denominado Pacto de Ceret, con la monarquía francesa, enemiga de la monarquía hispánica en los campos de batalla. Tamarit, héroe de la expulsión de los franceses de Salses, sería uno de los arquitectos de aquel tratado. Y el 17 de enero de 1641, Pau Claris, presidente de la Generalitat, proclamaba la República catalana (la I República catalana) bajo la protección militar de Francia.