No conozco a nadie que repudie abiertamente Love Actually. Y me incluyo entre las fans de su visionado anual: la película es ya un icono de la Navidad y del amor que anhelamos, de nuestras aspiraciones más impulsivas y pueriles y desbocadas, de todo lo que querríamos vivir si la vida fuera un largometraje escrito con nuestras manitas de terciopelo. Es nombrarla y que un suspiro unánime resuene por la sala mientras a alguno se le escapa el estribillo de All I want for Christmas is you. Es evidente que la comedia romántica de Richard Curtis pudiera parecer el regalo perfecto para permanecer amorrado a la pantalla olvidando el alquiler que sube, al crush que pasa de nuestra cara o al imbécil de nuestro jefe - ahora también la maldita pandemia -, porque hay matices pero no hay réplica: es fácil enamorarse de Hugh Grant y su séquito de súbditos, entremezclados en historias que hablan de verdades universales. Lo que pasa que igual tras 18 años de mentira altamente azucarada podríamos empezar a salir del letargo y revisar lo empalagoso - y cínico, y egoísta, y machista- de su mensaje.
Primero: la película se llena la boca hablando del amor pero retrata cuernos, traiciones y, como no podía ser de otro modo, la supeditación eterna de la mujer entregada y cuidadora. Karen (Emma Thompson) está para todos; da cariño a sus hijos, consuela a su mejor amigo Daniel (Liam Neeson) tras la muerte de su esposa, aconseja a su hermano David (Hugh Grant), recién escogido primer ministro británico, y hasta hace la vista gorda cuando se da cuenta que su marido Harry (Alan Rickman) se la está pegando con su secretaria. Nadie está ahí cuando ella, hecha polvo, asume la cornamenta y contiene la amargura de su corazón herido. ¿Y qué hace? Pues fingir normalidad y tirar pa’lante, porque sabe que su destino como esposa ideal está ligado al aguante sin queja. Le perdona sin que ni siquiera el maridito entone el mea culpa con la cola entre las piernas.
Karen está para todos; nadie está ahí cuando ella, hecha polvo, asume la cornamenta y contiene la amargura de su corazón herido
Algo similar pasa con Sarah (Laura Linney), que lleva años enamorada de su compañero de trabajo Karl (Rodrigo Santoro) y el peso de la relación acaba sucumbiendo porque ella lleva la carga emocional de la enfermedad mental de su hermano, aguantando con adorable paciencia todas las llamadas que recibe desde el centro psiquiátrico. Una de ellas sucede el día que acaban enrollándose por primera vez en el piso de ella, postergando el encuentro sexual a otra escena que nunca llega; demasiada presión para Karl tener que lidiar con los malos rollos de otra, evidentemente mejor solo que con líos de faldas ajenas. No hay ni empatía, ni comprensión. Solo el egoísmo de quien sí tiene la posibilidad de elegir.
Ahí va otro tembleque sentimental: el capítulo más romantizado e idealizado de Love Actually también se basa en un fracaso estrepitoso de la fraternidad, el pacto irrompible entre amigos, la norma no escrita que todo el mundo sabe: jamás te encapriches de la pareja de tu colega - y, menos aún, le hagas ojitos de cordero degollado buscando su complicidad. Porque cuando Mark (Andrew Lincoln) aparece en casa de Juliet (Keira Knigthley) con su cartones escritos y su radio de villancicos y le dice aquello de para mí, tú eres perfecta, no estamos ante una escena romántica de película: estamos siendo testigos del mismísimo beso de Judas. Y nunca mejor dicho: recordemos que el encuentro acaba con un pico perpetrado por ella, con premeditación y alevosía, estando su marido Peter (Chiwetel Ejiofor) esperándola en el interior de la casa y dejando a un Mark sutilmente esperanzado. Alimenta esto otro prejuicio eterno de la humanidad contra la feminidad: la mujer vil, juguetona, traicionera como Eva y su manzana. La traición del amigo pierde en ese momento toda la fuerza porque es la femme fatale la que recoge el testigo de su maldad. Dos hombres y un destino, otra mujer entrometiéndose en la camaradería de los rabos.
Es la historia de siempre: el amor romántico apretando para hacernos más bobaliconas y complacientes a todo tipo de tratos, al paternalismo o a la espera. Lo que pasa en Love Actually es que las mujeres no cogen las riendas de su vida, solo aguardan a que sean ellos los que dictaminen el cómo, el cuándo y el por qué. Fijémonos: hasta que Jamie (Colin Firth) no da el paso para irse a Portugal a buscar a Aurelia, la historia de amor entre ambos está condenada al olvido y la distancia. Da igual que ella se le haya insinuado o haya sido especialmente atenta, adorablemente afectuosa - mientras le preparaba el café y las tostadas y él podía dedicarse únicamente a ser un escritor creativo.
Cuando Mark dice aquello de para mí, tú eres perfecta estamos siendo testigos del mismísimo beso de Judas
No es culpa de que no hablen la misma lengua: pasa que la mujer no está acostumbrada a plantarse en seco y exigir respuestas en temas del corazón. Se besan cuando él decide que está preparado y ella (oh, sorpresa) le dice que sí. Incluso con la historieta de Sam (Thomas Sangster), el hijastro de Liam Neeson, vemos cómo el valor masculino se sustenta en la osadía y las agallas para conseguir lo que uno quiere. Da igual que la niña que le mola apenas le haya dirigido la palabra en 128 minutos; su padrastro le insta a luchar por sus sueños, a ir con todo, aunque eso incluya meterse de lleno en la vida de alguien que no le ha dado ni una sola pista de reciprocidad. ¿Y cuál es la respuesta al final? Que ella le besa, dando a entender que las mujeres, incluso cuando somos adolescentes y queremos algo, no tenemos ningún tipo de potestad. Otra vez.
O como cuando el presidente de Estados Unidos visita Downing Street y hace un comentario soez y asqueroso sobre una empleada del primer ministro y la respuesta inmediata del ingenioso Hught Grant es ridiculizarlo ante una rueda de prensa, poniendo así su virilidad sobre el atril para defender a la mujer contrariada. Nathalie (Martine McCutcheon) es una tipa simpática, sin pelos en la lengua, una mujerona con carácter que evoluciona a arpía cuando David sospecha que está tonteando con el mandatario americano. El prime minister solo ve la mano del otro colándose en los muslos de Nathalie, pero lo primero que piensa (y ya se cree a pies juntillas) es que ella es una buscona. Después se da cuenta del fatal error y corre a buscarla - también él elige el momento, evidentemente - y ella se deshace en sus brazos. Es tratada de gorda, puta y chaquetera pero qué más da: está enamorada y su amor ha vuelto para darle un lugar en el mundo. La charla feminista puede esperar.