Hay algo hilarante pero mordaz en la nueva novela de Carlos Zanón: que uno parece aceptarse solo cuando ve la muerte de cerca, la propia o la ajena, aunque haya ido presumiendo de reputación plena y pletórica por el escenario de la vida cantando canciones de rock y sosteniendo el cubata en la mano. En este viaje de furgoneta, carretera y manta que es Love Song (Salamandra) la enfermedad se ancla a las decisiones de unos músicos cincuentones que se aferran al recuerdo de lo que fueron y a la lealtad forzada de ser algo que ni siquiera son. Un abordaje crudo que se apoya en la música como arte curativo, como esas canciones de tipos muertos que trascienden al trauma porque siempre dejan un buen sabor de boca.
Es transgresor que el autor muestre la decadencia del ser humano y la ruptura de los roles como elementos necesarios para la salvación de todos los personajes. Jim y Cowboy se destruyen por querer admirarse mutuamente. Eileen y Jim fingen vivir en un romance eterno de ensueño, follando mucho como antídoto efímero al silencio permanente. Cowboy y Eileen se necesitan sin fronteras, pero poniendo límites al deseo. Incluso Polidori, el taxista byroniano venido a compañero de travesía, decide afrontar su mierda solo cuando comprende que uno ya jamás vuelve del otro barrio. Que el tiempo es finito y nosotros irrelevantes. Que quizás no se trate de quererse mucho, sino de quererse bien.
El telón de fondo es esa gira veraniega por campings, con destino final Tarifa, y un recopilatorio nostálgico de versiones de 1985. No es casual el viaje en el tiempo. El imaginario del autor se instala en una década marcada por las drogas, la violencia gratuita y los excesos, en una época saturada de automatismos anacrónicos donde hablar las cosas era ser débil e inseguro y, una vez allí, se adentra en un suburbio emocional que habla de nuestros padres y hasta de él mismo, de todos los protagonistas, de una generación nada acostumbrada a la gestión y al desglose de las intimidades: cuando ir al psicólogo estaba mal visto y el conservadurismo era la moda. Centauro, el padre de Cowboy, es esa metáfora radical del peso de la masculinidad tóxica, del maltrato, de un tormento bloqueador que muchos hijos arrastran con sus padres y que jamás se han atrevido a tratar por puro ego de macho herido. Una superioridad moral y sexual que recibe Tatiana, madrastra y amante, mujer candelabro que ahoga sus sueños en los fluidos de ambos hasta que dice basta.
El imaginario del autor se instala en una época saturada de automatismos anacrónicos donde hablar las cosas era ser débil e inseguro
La debacle final la saben los lectores desde la primera página y no hay giros de guion de última hora. También lo saben los rockeros de la historia. Eileen, Jim y Cowboy presagian el apocalipsis desde el principio y lo interpretan majestuosamente con premeditación y alevosía, acompañados por un narrador que los aboca a una piscina vacía y les invita a saltar o quedarse. Carlos Zanón lo hace con unos personajes algo previsibles y una escritura abundante que va de menos a más, a veces desordenada y anárquica; una muestra narrativa de que hay impulsos que no se pueden controlar ante tanto arrebato.
Quien busque en Love Song una novela rebozada de acción, que vaya a otra cosa. Lo que hace Zanón es tratar de recrear la incertidumbre más radical a partir de la rutina, haciendo un travelling temporal por cada psicología, porque es a partir de esos conflictos personales que se puede medir la resistencia del ser humano. En cada uno de los protagonistas habita una lucha interna que no comparten con nadie, y eso les pone en jaque una y otra vez, hasta que ya es demasiado tarde. Seguramente, el relato cambiaría si hubiera más conversaciones profundas y menos actitudes soberbias. Si la salud mental no hiciera pocos años que está en el tintero del debate público. Pero en estas páginas más vale dolor conocido que dolor por entender. Y es que al final, a todos ellos los (nos) mueve un sentimiento que se resume rápido y se quita lento: se llama miedo.