Lo diremos al revés. Diremos la lluvia inexistente de una mañana de enero, las salas de un museo barcelonés, las pinturas de Luis Claramunt en las paredes y la exposición Naufragis y tempestes, comisariada por Sílvia Martínez Palou i Àlex Susanna, intentando poner más énfasis en la obra del pintor barcelonés muerto hace dos décadas que a la singularidad y magnetismo del personaje. Diremos el recorrido propuesto, los inicios artísticos en Barcelona, la profesionalización en Sevilla, las estancias en Marrakech y la etapa final en Madrid. Diremos, sin embargo, que es 20 de enero, el célebre día en el cual "En el momento que vi tu mirada/ buscando mí cara/ la madrugada del veinte de enero/ saliendo del tren/ me pregunté: ¿qué sería sin ti/ el resto de mi vida", según La oreja de Van Gogh, por lo tanto un mal día para no asumir que hay hombres que serán más recordados eternamente por haberse cortado una oreja que por haber pintado decenas de obras maestras. Por eso haremos de tripas corazón y creeremos que el personaje Claramunt no dice nada de él en los cuadros del artista Claramunt, a pesar de saber que dice lo que le huye. Como el poema de Gabriel Ferrater, también diremos lo que nos huye. Y, ni que esté sólo en este primer párrafo, no diremos nada de nosotros.
Del expresionismo figurativo a la abstracción expresiva
A Luis Claramunt, la persona, lo mató un cáncer a los cuarenta y nueve años, el año 2000. A Luis Claramunt, el artista, lo mató Luis Claramunt, el personaje. Quizás por eso este artículo tendría más gancho si se titulara "El hombre que inspiró El amante bilingüe de Juan Marsé", ya que se puede asegurar con casi absoluta certeza de que el novelista barcelonés encontró el hilo narrativo de su personaje después de saber la historia de un chico, hijo de la burguesía barcelonesa, que a los dieciocho años decidió marcharse de casa y transformarse en un flâneur por la noche del barrio Chino. En un buscavidas que en la Barcelona de los setenta sobrevivía vendiendo trastos y objetos de segunda mano en mercados ambulantes. En un pintor que desde un piso de la calle Jerusalem, de noche, era capaz de pintar ocho cuadros seguidos de una tacada: pictóricamente oscuros, dramáticos, de un expresionismo tremendista lleno de jugadores de apuestas, salas de billar, interiores de bares y plasmación de los bajos fondos a la manera de Isidre Nonell, Goya, Picasso o Munch. En ese chico se convirtió Luis Claramunt en el momento de ponerse a pintar, en definitiva. En la antítesis de lo que vendría a ser un niño de casa buena. En un artista en el cual, poco a poco, se convertiría mucho más que en eso.
Si años más tarde el personaje Claramunt acabó sirviendo de inspiración, tal como parece, a Juan Marsé, también fue la literatura un pozo sin fondo de magnífica inspiración para el artista Claramunt: su primera exposición, en la galería Taller Picasso el año 1977, se tituló La isla del tesoro. Stevenson, Conrad o Monfreid, todos ellos narradores de dramáticas aventuras en el mar vividas en primera persona, sacan la cabeza de manera constante a lo largo de toda la exposición retrospectiva que podrá visitarse en los Espaios Volart de la Fundación Vila Casas hasta el 1 de mayo, especialmente en los cuadros de la primera etapa barcelonesa y los dos últimos ámbitos expositivos, "Shadow line" y "Naufragios y tormentas". Más de veinte años de distancia entre obras como Plaza Real o Puerto de Montjuïc y El bajío. Dos décadas que sirven para apreciar una clara evolución del expresionismo gramático de juventud a un expresionismo mucho más abstracto.
Un sevillano de Barcelona
A pesar de seguir insistiendo en no querer pensar en el personaje Claramunt, es imposible no hacerlo ante los cuadros de la segunda mitad de los años ochenta, cuando el artista Claramunt se traslada a Sevilla, entra en contacto con la galerista Juana de Aizpuru y de golpe su pintura evoluciona en consonancia con la ciudad. Aquel personaje que en Barcelona ya hacía años que sentía fascinación por el mundo de los gitanos, que había empezado a hablar con acento del sur viviendo en el Raval y a quien le encantaba el flamenco, encontró en la ciudad del Guadalquivir un locus amoenus particular donde el artista, ahora sí, se empieza a volver tan magnético como el personaje: prescinde del color, la textura, el claroscuro, la descripción y el simbolismo, reduciendo la pintura al mínimo y casi prescindiendo de elementos figurativos, más allá de calles, rincones y edificios de Sevilla que siempre tienen un tono azulado más digno de Barcelona un día de lluvia que de la luz hiriente del sur.
No pasa lo mismo en la serie de cuadros sobre Marrakech, los más sintéticos de toda la exposición, donde Claramunt vuelve a las figuras humanas de los bajos fondos con una evidente mirada orientalista como la de Matisse, Fortuny o Delacroix en su momento, pero jugando estilísticamente con una superposición de planos y una gama cromática nueva. De la oscuridad de los inicios, pasamos ahora a un universo de marrones, calabazas y colores crema de una intensidad tan viva que, de repente, más que en una galería de arte del Eixample, hacen que uno se sienta exactamente en medio de la plaza Djemà-el-Fna e incluso perciba olor de taijin de pollo. La misma superposición de planos y las perspectivas distorsionadas muestran los cuadros de "Toro de invierno" y "Dolor de muelas", pinturas todas ellas creadas después de una visita del artista Claramunt en las cuevas de Altamira, allí donde todo parece más primitivo y primario. Más simple y directo. Más ancestral y auténtico. Por lo tanto, más telúrico y fabulosamente incomprensible.
Llegados al final, en un 20 de enero, hemos intentado que el personaje Claramunt no nos eclipsara una vez más la obra del artista Claramunt y es evidente que Naufragios y tormentas lo ha conseguido, pero también es evidente que es imposible no disociar una cosa de la otra. La trayectoria pictórica de Luis Claramunt acabó como un correlato objetivo de su trayectoria vital, tal como se puede ver en su última serie "Tormentas de hielo", donde el mar es cada vez menos literario para volverse más mental. Fue la última gran serie del artista Claramunt, que moriría a finales del año 2000 a Zarautz y del cual seguramente se ha oído hablar menos de lo que su obra merece desde entonces. Por el contrario, el personaje Claramunt célebremente fotografiado por Alberto García-Alix ha permanecido mejor a la memoria colectiva. Si el segundo mató en cierta forma al primero, la Fundación Vila Casas se ha propuesto invertir la situación y hacer justicia artística. Tiene todo el sentido del mundo y ya lo decía Ferrater: a veces, para hacer bien las cosas hace falta hacerlas al revés.