El ajedrez no se enseña, el ajedrez se sufre. Los buenos maestros te explican cómo se inicia la partida, los movimientos de las piezas, y a partir de ahí, da comienzo la carnicería. No es como otros deportes, que puedes evitar el desgaste solo defendiéndote. Estando inactivo. El ajedrez es como el boxeo: el rival aprovecha cada movimiento para hacer daño.
El ajedrez es como el boxeo: el rival aprovecha cada movimiento para hacer daño
El abuelo de mi primera novia de adolescencia era un ajedrecista empedernido. Los domingos, subíamos con ella en tren desde Barcelona en dirección a la Costa Brava para verles. Comíamos y, después, mientras todos echaban siesta, él sacaba el tablero. Las piezas eran gordas como sus pulgares, deformados por la artrosis del trabajo industrial. El intercambio de piezas sonaba a guerra y el desplome de una torre, a una piedra cayendo desde lo alto de una cima.
No tenía piedad conmigo: debo tener el récord de –una de las muertes más rápidas y básicas a la vez del ajedrez– “mates al pastor” encajados
Él era un hombre sabio, extremadamente amable y nada soberbio. Cuidaba al máximo los detalles. Antes de empezar, traía agua. Algo de picar. Pero cuando las tropas estaban en formación, se transformaba. O eso creía yo. Federado un porrón de años, no tenía piedad conmigo: debo tener el récord de –una de las muertes más rápidas y básicas a la vez del ajedrez– “mates al pastor” encajados.
En el ajedrez no se avisa, cada uno toma sus caminos
Qué cabrón, me repetía por dentro cada vez que se ponía en ventaja, cuando me daba un jaque y, sobre todo, cuando era mate. Con los meses, aprendí a plantar cara. Alguna vez le robaba alguna pieza que no esperaba. Y una vez quedamos en tablas. “En el ajedrez no se avisa, cada uno toma sus caminos”. Jamás le gané. Pero me di cuenta que si jugaba rápido, eso le generaba a mi tirada una falsa sensación de seguridad.
Un día, irreverente, le propuse: "¿Por qué no jugamos con un cronómetro?". Cualquiera que haya jugado al ajedrez sabrá que el tiempo es una pieza más. Si agotas el tiempo de partida de tu oponente, con el rey intacto y un peón, basta para ganar.
–No uso relojes –rebanó él la opción, con una sequedad que nunca jamás le había oído.
Al principio, tenía dieciséis años y una chulería encima que no se había limado ni con hoja de grano fino, pensé que era una excusa. Que me empezaba a tener miedo. Pero a medida que pasaban las semanas, me fui dando cuenta que no había relojes por la casa, que él tampoco vestía uno en la muñeca. Qué raro, ¿un viejo sin reloj? Cuando quería saber la hora, la preguntaba. Y era un hombre muy proactivo en la comunidad, de compromisos: tenía un programa en la radio local, participaba junto a su mujer en los campeonatos de petanca regionales. No le faltaban excusas para llevar reloj.
Lo mejor de las partidas eran las conversaciones que las regaban. Eran pocas. No es que se le agotara la cantinela durante la comida, es que en el ajedrez, a partir de los 22 o 23 movimientos, gana el ingenio y pierde la charla. Las aperturas ya no están tan estudiadas, en el caso de los más pipiolos, obviamente, y empieza el arte. El que cada uno tenga. Pero entre partida y partida siempre había algo que compartir: el cole, la música. Cosas.
–¿Por qué no llevas reloj? –le cuestioné en uno de esos impasses.
–Lo tiré al mar.
–¿Al mar? ¿Cuándo? ¿Por qué?
–Cuando me jubilé. No quise ver nunca más unas manijas, ni escuchar una alarma, ni una sirena. Ya tuve suficiente durante 45 años en la fábrica, rió.
Relojes sumergibles
Yo tampoco llevo reloj. A diferencia del señor Andreu, la hora me persigue. El otro día leía en la cama, antes de ir a dormir, con un porrón de lúmens en la cara, en vez de ir rebajando la columna de libros pendientes, una entrevista con la socióloga Sara Moreno: “Los primeros relojes eran un elemento de lujo, porque controlar el tiempo era tener poder. Los primeros relojes de bolsillo los tenían los ricos o estaban en las fachadas de las iglesias. El control del tiempo ha sido un elemento brutal de poder”.
Yo tampoco llevo reloj. A diferencia del señor Andreu, la hora me persigue
La hora está en el móvil, en el ordenador. En los móviles y ordenadores de los demás. En el reloj de la biblioteca, de las plazas y de los metros. En los smartphones de pulsera de mis colegas, que silban cuando llega un Whatsapp, cuando alcanzan los 10.000 pasos diarios, cuando les entra un Bizum. Nos resulta raro comer cuando nos apetece, dormir cuando tenemos sueño. Vivir con el sol y romper con el ritmo del trabajo. Pero no hay nada más parecido al descanso que la combinación de todas esas cosas: “El tiempo no me mueve, yo me muevo con el tiempo”, que canta Residente en “La vuelta al mundo”.
La hora está en el móvil, en el ordenador. En los móviles y ordenadores de los demás. En el reloj de la biblioteca, de las plazas y de los metros
He oído desde pequeño la idea de tirar el reloj al mar en vacaciones. Mis padres lo decían, alguna vez les había visto dejarlo en la mesilla. No sé cuánto de eso es posible hoy. Si el señor Andreu está pudiendo evitar el tic tac de manijas, hace veinte años que no juego con él a ajedrez. Sí sé que el agua es capaz de tragar mucha chatarra, pero no estaría bien convertir el océano en una filial subacuática de Apple cuando llega el mes de agosto.
El otro día fue el cumpleaños de mi madre. Mi padre acertó de pleno con el regalo. No era fácil la gestión. Habían estado juntos dos semanas de vacaciones en Almería y él todavía no se maneja con Amazon. Lo compró de extranjis. Le dió un smartwatch cuadrado guapísimo. Ella llevaba ya uno, pero de esos con forma rectangular. Más basicucho.
–¿No funciona el tuyo? –le pregunté.
–Sí, pero es que este no se podía mojar. Me lo tenía que quitar al entrar al agua en la playa.