En la vida llega un momento —aunque no para todos— en el que decides hacerte cargo de ti mismo y educarte. Es como el primer día que decides ponerte a cocinar, a elegir tú mismo la ropa o a rascar una guitarra. Es un momento venturoso porque acabas de decidir que ya no comerás sólo lo que los demás quieran. Porque ya no te disfrazará nadie más que tú. Porque te has dado cuenta de que los planes de estudios, los currícula, los títulos académicos y la instrucción están hechos de cualquier manera, con más propaganda que utilidad. Porque te has dado cuenta de que nadie sabe realmente qué es lo que hay que saber, ni qué conocimientos debes obtener obligatoriamente para tu vida personal, mucho más importante que la profesional.
La mayoría de los trabajos que son de por vida se aprenden haciéndolos, y la pedagogía es una quimera, una superstición de nuestra sociedad
La mayoría de los trabajos que son de por vida se aprenden haciéndolos, y la pedagogía es una quimera, una superstición de nuestra sociedad. Te das cuenta, horrorizado, de que mayoría de los sistemas de enseñanza están pensados, prioritariamente, para obtener subalternos dóciles y amaestrados, que sean productivos para la economía y no para formar ciudadanos educados en la libertad y la civilización. Además, es necesario tener en cuenta otra cosa importante. No sólo aprendemos muchas cosas, también olvidamos otras muchas, sin que nuestra voluntad cuente demasiado para nada. El hombre que se educa a sí mismo no es lo que se entiende habitualmente por un autodidacta, el hombre que se educa a sí mismo es el que aprende a identificar lo que quiere aprender. La persona que quiere gobernar su propia transformación intelectual y no dejarla en manos de instancias superiores, o de los dioses la mitología, como ocurre en Las metamorfosis del divino Ovidio.
El hombre que se educa a sí mismo no es lo que se entiende habitualmente por un autodidacta, el hombre que se educa a sí mismo es el que aprende a identificar lo que quiere aprender. La persona que quiere gobernar su propia transformación intelectual
La educación nace de la experiencia, de la ambición por convertirse en una persona más compleja y serena, y no de la doctrina, de la ideología o de la adquisición de unas determinadas técnicas. Aprender no es opinar. Y la educación también es supresión, eliminación, higiene del espíritu, alejamiento premeditado, ignorancia militante, disidencia activa. Muy a menudo, más a menudo de lo que quisiéramos, nos vemos obligados a determinar lo que no queremos, a descartar estorbos antes de precipitarnos sobre la fabulosa aventura del conocimiento. A saber, sobre todo, lo que no nos conviene más allá de la indolencia, la facilidad, la ingenuidad, la simplificación. El conocimiento nos expulsa del narcisismo, del infantilismo irresponsable, de un estado biológico necesario pero inestable, de transición, del que hay que salir cuanto antes mejor, cuando nos damos cuenta de lo temeraria y lo arrogante que es nuestra propia ignorancia.
Cuando un día, observando la ignorancia de los demás, descubrimos, asustados, también nuestra cara imbecilizada. La propia educación es lo más importante que puede hacer en la vida un ciudadano libre y despierto, independiente de las fantasías que proclaman los medios de comunicación de nuestra sociedad. Lo más importante que puede hacer un ciudadano crítico que ha decidido hacerse cargo de su propia vida, de vivir la propia vida y no la que otros tienen previsto que debemos vivir. Recordemos a todas horas que lo único concreto que realmente poseemos es la vida. En este sentido, el ciudadano crítico debe mostrarse necesariamente escéptico ante los idealismos místicos o políticos, siempre escéptico ante el pensamiento mágico que tanto se esconde detrás de las aventuras de Harry Potter como de la idea decimonónica y confiada del progreso. Sólo hace falta pensar en ello un momento. Baste comparar a Franklin Delano Roosevelt con Donald Trump para que vemos que, en el futuro, no siempre todo irá mejor. Y que Darwin no siempre tiene razón.
No existe educación sin esfuerzo, sin constancia, sin determinación. Sin alegría ni entusiasmo por vivir
Hay que recordar, por último, que no existe educación sin esfuerzo, sin constancia, sin determinación. Sin alegría ni entusiasmo por vivir. Sin lucha a muerte. La educación de Henry Adams lo dice muy claro. Es un libro que es necesario leer constantemente, a lo largo de los años. “En el transcurso de la historia humana, el derroche de la inteligencia ha sido abrumador y, tal y como esta narración trata de hacer entender, la sociedad ha conspirado para que esto sea así. Sin duda, el maestro es el peor criminal pero el mundo sigue haciéndole caso y aparta al estudiante de su trayectoria. Es evidente lo que esto nos enseña. Sólo los más enérgicos, los más aptos y favorecidos, han ganado ante la fricción o la viscosidad de esa inercia, pero se han visto obligados a derrochar tres cuartas partes de la energía que tenían para conseguirlo.” Sí, el maestro es el mayor criminal que corre por el mundo. Y llegará un día precioso en el que se hará un juicio de Nuremberg para depurar tantas y tantas responsabilidades.