Una de las apuestas de la Sala Beckett por el Festival Grrec es Malamort, de Daniela Feixas, que estará en cartel hasta el 28 de julio. Tal como explica la misma autora en la entrevista promocional, un luto personal acondicionó la escritura de la obra y la orientó hacia la exploración de la pérdida. La manera de abordarla, sin embargo, es oblicua y misteriosa, y el espacio donde se sitúa es el bosque. No es la primera vez que la autora acude a este imaginario. Una de sus obras –con abusos intrafamiliares y cadáveres bajo el níspero– se llama precisamente El bosque (2011), y este es el entorno donde se ambienta La dulce Sally (2008), una pieza enormemente sugestiva en la que ya aparecen niñas y mujeres a quienes no les da miedo pasear solas de noche, así como licántropos que hay que disparar con balas de plata. También Sandra (2021) tiene una protagonista adolescente, que huye de alguna cosa y presenta, como tantos personajes de Feixas, un estatuto fantasmal.

La acción transcurre en un pueblo de alta montaña rodeado de bosques y habitado por unos personajes que culpan al efecto foehn o la humedad de sus propias pulsiones y tinieblas. Para ambientar este paraje –que inevitablemente nos hace pensar en Tor, el pueblo del Pallars que se ha hecho famoso gracias a la docuserie de Carles Porta-, la escenógrafa Anna Tantull trae un trozo de bosque a la sala de abajo de la Beckett. Zarzas, pinaza y tierra; una cepa a manera de asiento y un par de peldaños que insinúan un porche. Contribuyen decisivamente a la atmósfera la iluminación de Sylvia Kuchinow y el espacio sonoro de Judit Farrés. El prólogo, con alusiones a un "círculo que se cierra" y un "agujero negro que te engulle", anticipa algunas cosas que conviene no suscitar aquí.

Daniela Feixas juega a desorientarnos y nos perturba con un misterio sutilmente poetizado, advertencias ominosas y presentimientos a destiempo

Un lugar del que tan solo puedes irte

Las dieciocho escenas de que se compone alternan pasado –un año atrás– y presente. ¿La pregunta inicial, "con quién hablo"?, formulada por la nueva guarda forestal –Marta Marco- al recibir la llamada de un vecino de la zona, condensa la incógnita que cierne por encima de la obra. ¿Quién es este excazador inquietante –Josep Julien- que la espía? ¿Un pobre hombre o uno tarado peligroso? "No es obligatorio decir la verdad". Con una actitud que fácilmente pasa de dubitativa a perturbadora, vive de espaldas a la realidad. Atrapado en un mundo de omisiones y pérdidas, parece que hable para sí mismo, y ríe como quien llora. Quizás es que se ha convertido, tal como insinúa la guarda, en el loco del pueblo, "una figurita más del pesebre". Nos habría gustado saber más cosas, de este personaje; resolver alguna de las muchas incógnitas que su sola presencia plantea.

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Malamort se puede ver en la Sala Beckett hasta el 28 de julio / Foto: Archivo Sala Beckett

Ton, presuntamente, vive con sus hijos –de madres diferentes, las dos ausentes– en un lugar aislado. Ella –Abril Julien-, una adolescente que se identifica con la búsqueda de libertad de los felinos, siente que se mueve entre zombis y que corre el peligro de acabar roída como los gatos. Quizás, como el Felis catus, ha perdido su capacidad de supervivencia; sabe, eso sí, que "De este lugar solo puedes irte": "No se puede vivir aquí". E intenta sustraerse a los ambiguos juegos con su hermanastro –Marco Soler Rull–, con el que a cada nueva escena llega a lugares más escabrosos.

El agente forestal dice estar "seca de miedo". Hacia el final entenderemos que, si le ha agotado –el miedo–, es porque ya no tiene nada que perder. A su manera, también ella cree en espíritus o, cuando menos, recurre a un motivo –acciona un resorte– sobrenatural para soportar el dolor de la pérdida. Como la Grace de la obra La dulce Sally, afirma que el bosque está lleno de sombras raras, para, de golpe, enfocar al público con la linterna. Se trata de una salpicadura, con bastante gracia, de la "metateatralidad latente" que Josep Maria Miró atribuye al teatro de Feixas. Antes o después, otro personaje nos apuntará con la escopeta, en uno de aquellos momentos que parecen discurrir al margen de la acción.

En cierta manera, y para continuar con la paradoja cuántica, el espectáculo es como una caja que cada espectador tiene que abrir para saber qué opción se impone

Malamort es un texto construido con precisión, que la autora dirige con la seguridad que da contar con cuatro excelentes actores. El humor extrañado, a ratos negro e intempestivo, y una serie de referentes populares de los años ochenta y noventa permiten, a ratos, descansar de tantos animales despellejados, extrañas desapariciones y réplicas embarazadas de desasosiego. Las escenas entre la guarda forestal y el irónico adolescente, siempre a la defensiva, son las que funcionan mejor desde el punto de vista de la interacción dialogal y la elucidación del porqué de determinados comportamientos. "Los muertos no te sueltan" –dice el chico; "siempre reclaman lo que es suyo". La dramaturga juega a desorientarnos y nos perturba con un misterio sutilmente poetizado, advertencias ominosas y presentimientos a destiempo, cuándo ya es demasiado tarde. Triunfan la atmósfera y la dosificación de informaciones, dispuestas en forma de sustos o revelaciones sucesivas.

En esta obra, a los gatos, domésticos o asilvestrados, se los personifica y atribuye intenciones impropias –el excazador los considera una especie invasora con rasgos psicopáticos. Empaquetados o mutilados, reenvían a otra cosa. Aparecen y desaparecen, como el gato de Cheshire; están al mismo tiempo vivos y muertos, como el de Schrödinger. En cierta manera, y para continuar con la paradoja cuántica, el espectáculo es como una caja que cada espectador tiene que abrir para saber qué opción se impone. Eso sí, una vez abierta, el resultado es inapelable.