Hace unos cuantos días supe que tengo la lateralidad cruzada. No es muy importante, pero siempre es sorprendente descubrir cosas de una misma a los treinta y cinco años. Lo podéis medio comprobar si sabéis cuál es vuestro ojo dominante, es decir, con qué ojo miraríais por el agujero de una cerradura o por un calidoscopio (o apuntaríais con una escopeta) y si este coincide o no con vuestra lateralidad, si sois diestros o zurdos (lo más frecuente es que coincida). Para mí lo mejor de descubrirlo ha sido que ha dado una una explicación a mis migrañas.
Las conexiones extrañas entre los hemisferios de mi cerebro son un poco como las calles tomadas por las manifestaciones de las derechas en contra de la amnistía, quemando contenedores, gritando y recibiendo. Este noviembre no he podido evitar tener la sensación de mundo al revés. De las cosas descolocadas, las luces de Navidad siempre demasiado pronto a la espera del día D y por la calle gente con manga corta y otros con gorra de lana. Todo mezclado y a ver si diciembre pone orden a la vida y al calendario.
No negaré que la tengo a menudo, esta extrañeza delante del mundo. Y quizás no es tanto el mundo como mi yo que a veces vive allí desencajado; timidez, prudencia, hablar demasiado flojo, siempre un segundo término para intentar descifrar lo que me pasa por delante. Debe ser cosa de la lateralidad cruzada (porque me he dedicado a leer todo lo que hay en Internet y ahora la mayoría de los males me vienen de aquí). Un poco como Un amor, de Coixet, que he visto también estos primeros días de noviembre. Tengo que decir que la expectativa era alta porque tengo devoción por Sara Mesa. Pero Laia Costa tiene alguna cosa tan magnética en cada gesto de la cara, hay toda una realidad tan meticulosa por todas partes donde pasa, que solo puedes tener frío, desconfiar de todo el mundo de aquel pueblo y querer dormir con el perro después de abrir otra botella de vino.
Ya hablé de ella aquí apostando por los finales infelices. Sus historias son tan buenas por los implícitos y los equívocos, todo aquello que no es obvio y que te hace cuestionar los límites morales (que debe ser lo más interesante y a la vez lo más difícil de la ficción). Sabe remover los pliegues de más adentro que pensamos que no ve nadie y que por pánico ni nosotros osamos contemplar. Su Nat acierta y la caga (más la segunda cosa) y tiene poco de heroína porque se la come la vida prosaica como unas goteras haciendo cascada la primera noche de tormenta. Dice la misma autora que la gente que lo ha leído lo odia profundamente. Quizás porque pone en primer plano la parte oscura, las pulsiones más recónditas, la incomodidad. Como la vida se te estrella porque actúas a partir de unos códigos que no son los que reinan a tu alrededor. Y eso va más allá de empezar de nuevo en un pueblo pequeñísimo.
Sí que es verdad que ciertas decisiones de la adaptación la hacen menos interesante que la novela, alguna justificación innecesaria, algún giro pequeño a última hora que quizás no haría falta. Ellos dos (porque lo brillante de la historia es la relación que tienen) son casi mejores que lo que podías haber imaginado mientras la leías. Él es Hovik Keutxkerian, que no lo había dicho. Salvaje e infranqueable, no le interesan las emociones y si habla será sin mirarte a la cara. Idla a ver, que vale mucho la pena. Y hasta aquí un artículo que hoy ha costado más de escribir que otras veces. Pero eso seguro que es cosa de la lateralidad cruzada.