Nunca un "hola" había recibido una respuesta tan sonora. Cuando Taylor Swift se atreve con un "encantada de conoceros", el griterío anula los cláxones de todo el paseo de la Castellana. Hace un calor terrorífico en Madrid, más en el Santiago Bernabéu, con la cúpula invernadero que teja el estadio. El concierto va sobre guión desde buen principio: todo el mundo sabe qué vino a ver aquí, nadie quiere otra cosa. Es parecido a Lisboa y a otros tantos. Pero cada swiftie que ha aguantado las colas, (y sobre todo la espera de años, más de una década, desde 2012; su último show previsto en el Mad Cool se canceló por la pandemia), viene a cantar a pulmón y a llevarse cada gesto de la americana a casa como si fuese dedicado a él. Como un secreto al oído. Aquí se viene a alzar la pulsera al aire, pulseras de colorcillos repartidas en la entrada. Truco recurrente desde que Coldplay lo popularizara.

Bienvenidos a The Eras Tour

"Madrid, bienvenidos a The Eras Tour", dice en perfecto castellano antes de colgarse la guitarra y pedir las manos al aire —una constante que no cesará en toda la actuación— al cerrar la etapa Lover con el tema homólogo. Con Fearless se escucha la etapa más country pop, casi AOR (adult oriented rock); ¡hasta cuatro guitarristas de acompañamiento! Y pese al griterío generalizado, su voz, sencilla pero impecable, es audible. Sin tiempo para la espera, comienza la era Red. Con 22 hace las delicias de todo el mundo; cuenten 22 primaveras o cuenten 50, pero aquí, como se ha venido demostrando durante las últimas semanas de desprejuiciación del público de la americana, la edad no cuenta.

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Taylor Swift ha llevado su The Eras Tour a Madrid / Foto: Juanjo Martín / EFE

El Eras Tour, como buen repaso por todas sus etapas, le deja mucho margen a la interpretación. Aunque el set list esté cerrado y bien forjado, se zambulle de forma creíble en los roles de todos esos momentos vitales. En la misma 22, saltona y divertida, hace las delicias de un peque en primera fila, al que regala su bombín. El concierto de la americana es todo lo que se puede esperar de un gran bolo internacional: luces, escenario enorme (no sé la de camiones que han arrastrado todo esto hasta aquí), cuerpo de baile pluscuamperfecto… Pero sin abuso de la parafernalia, mandan las canciones

El concierto de la americana es todo lo que se puede esperar de un gran bolo internacional: luces, escenario enorme, cuerpo de baile pluscuamperfecto… Pero sin abuso de la parafernalia, mandan las canciones

De hecho, uno de los momentos más impactantes es precisamente cuando se defienden los temas sin postín. Con ella a la guitarra o al piano. O con Swift entregando su material más reciente, el que —como sería normal— más la representa. Sin esa Taylor Swift muy música, tranquila, con más pausa y matiz, el bolo caería en un frenesí incluso pesado.

"Las partes acústicas son mis favoritas", apuntaba. Tras Reputation, uno de los tramos más enérgicos y reivindicativos (espectacular la unanimidad en la interpretación rabiosa de la diva y de su público a Look what you made me do), todo el mundo necesitaba un respiro, sobre todo los móviles, que acabaron con más fotos absurdas que en día de bautizo, mucho selfie y stories, como para saturar los servidores del Pentágono. Este concierto, como tantos otros, se vive así. En karaoke. En un constante yo, el smartphone y el artista. El combo de Evermore y Folklore frenó el ritmo. Sus discos de pandemia fueron un maravilloso separador. Ese fondo de bosque encantado. La Swift más folk. La más lírica, piano y voz. La que canta y respira entre nota y nota, Champagne problems, la que no necesita el fondo de un maratoniano para poder dar estribillos, gestos, saltos y bailes imposibles. La que provoca llantos comunicando con lo justo.

Sin esa Taylor Swift muy música, tranquila, con más pausa y matiz, el bolo caería en un frenesí incluso pesado

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Taylor Swift, una maratoniana del pop / Foto: Juanjo Martín / EFE

Después del atracón de ovaciones por la citada Champagne problems o August —asusta ver tal cantidad de halagos; los hay que después necesitaríamos catorce Noctamid para conciliar el sueño— despacharía toda la retahíla de hits, artillería pesada (Blank Space o Shake it off, "era" 1989), y ya su última incorporación, el reciente The tortured poets department. No por reciente, menos bailado y coreado. El tiempo para el fandom de la americana es relativo, por algo es capaz de pulverizar todos los récords. Down bad o Fortnight (espectacular adaptación al directo, recreando parte del surrealista videoclip compartido con Post Malone; como fue espectacular también la trupe de tamborileros, como sacados de Semana Santa o de los clásicos de My Chemichal Romance que la acompañaron a continuación, o el momento cabaret techno de I can do it with a broken heart) son ya indiscutibles. Aunque no lleven ni un mes en las plataformas de streaming.

El tiempo para el fandom de la americana es relativo, por algo es capaz de pulverizar todos los récords

Uno de los últimos arreones emocionales fue dentro de un mashup ella sola a los teclados: I Look In People's Windows y Snow On The Beach. Para cerrar, hubo tiempo a darle un repasín a Midnights, con una Mastermind de teclados bucloides. Luminosa. Y para acabar, Karma. Final feliz. La canción con la que el estadio se apagó, pero no el griterío. Unánime, de día gordo, único en la vida.

Taylor Swift no coló una manita en el Bernabéu; coló miles, dejando tras de sí una de las noches más memorables del estadio. Saldando una deuda con creces. Sus ya normalizadas cuarenta y tantas canciones por concierto y más de tres horas de espectáculo. Dejó atrás uno de —incluso, citó— sus mejores recuerdos y dejando abiertas todas las posibilidades de futuro posibles. La más inmediata, la de enloquecer a otras sesenta y tantas mil personas mañana mismo.
 

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Taylor Swift, una mente maestra en el Bernabéu / Foto: Juanjo Martín / EFE