Llàtzer Garcia ha ido consolidando su poética, obra tras obra, hasta convertirse en un autor teatral de referencia. Bebe mucho de la dramaturgia anglosajona y de la cinematografía tanto americana como europea. Y no tiene ningún problema en dejar entrever sus referentes –o, directamente, a hacerles un homenaje–, como pasa con La pols (2014), que se inspira en la novela Al este del Edén de John Steinbeck –a través de la película de Elia Kazan-, o con Els somnàmbuls (2019), construida como una versión libre de Design for Living, de Noël Coward, con regusto a Godard. Ha flirteado con el western –ya sea con dramaturgias suyas, como es el caso de Johnny & Vienna (2018), o desde la dirección de textos de otros, como Breu introducción al western, de Joan Yago- y con el thriller psicológico al estilo de Alfred Hitchcock –Al final, les visions (2022).
Una historia de amor imperfecto
Su última obra, Les mans, se puede ver en La Villarroel –dentro del Festival Grec– hasta el 4 de agosto. En este caso, las charlas previas con Sílvia Munt, directora del espectáculo, fueron decisivas a la hora de plantear el conflicto y las características de la pareja formada por Paula, una guionista y directora de cine a punto de rodar su ópera prima, e Isaac, el actor que la tiene que protagonizar. Un realismo eficaz penetra en las dificultades por las cuales tendrán que pasar después de que ella –interpretada por Raquel Ferri- le comunique a su compañero y cómplice –Ernest Villegas- que a última hora ha decidido contratar a otro actor para hacer el papel. Lo más grave de todo es que el personaje que tenía que interpretar está escrito a partir de sus experiencias, e Isaac se siente utilizado y vampirizado.
No es el cinismo lo que predomina, sino que se produce un orgánico trasvase o contagio emocional de miedos y manías
En el sexto y último episodio de Secretos de un matrimonio, de Ingmar Bergman –no hace mucho, Angélica Liddell reproducía en escena el funeral del cineasta–, el hombre le dice a su exmujer que se aman de una manera terrenal e imperfecta. Y justamente Una història d’amor imperfecta es el subtítulo de Les mans, que pone en primer término los utensilios con que exploramos y medimos por palmos –nunca mejor dicho– el mundo, pero también lo modelamos y delimitamos. El teatro no puede ofrecer primerísimos primeros planos como hace el cine –el de Robert Bresson, muy significativamente–, pero puede tematizar las manos de varias maneras: que Paula se las restriegue nerviosamente denota culpa; el trabajo físico –"con las manos"– le permite a Isaac recuperar un cierto sentido de realidad y empezar a reponerse emocionalmente; la imagen final, en la que la iluminación opera un efecto de zoom cinematográfico, sugiere acogimiento y reconciliación. Manos que ofrecen lo que no tienen.
Traiciones y suspicacias
Hay un sutil juego metaficcional, desde el mismo título, entre la producción fílmica que no han conseguido construir juntos y la representación teatral –dirigida con gran oficio y precisión por Sílvia Munt- que se ocupa de su relación. Así, el chubasco que hace de banda sonora en uno de los intercambios más intensos remite a la escena de lluvia que Paula escribió para la película –Les mans– en la que Isaac tenía que interpretar al personaje principal. La directora se da cuenta de que si accede a darle el papel protagonista del film, se condena a sí misma al rol auxiliar, claramente secundario, que ha estado jugando en su historia personal. Los juegos de poder están metaforizados en términos cinematográficos: quien se siente manipulado o minimizado acusa al otro de haber escrito el guion, dirigido la escena o marcado el movimiento de cámara. En determinadas transiciones, el espacio sonoro de Orestes Gas y el diseño lumínico de Ignasi Camprodon ofrecen un tratamiento próximo al cine.
El amor no es nunca limpio, no. Pero la pasión en bruto –y vista desde fuera– es de una pureza que reconforta
Las interacciones, de altísima intensidad gracias al fabuloso trabajo actoral y una dirección perfectamente modulada, presentan momentos de escalada que pueden recordar el teatro de Edward Albee, pero con una crueldad más emboscada y reversible. La Paula de Raquel Ferri –¡qué temporada que lleva, entre El día del Watusi y esta obra!– pasa de la culpabilidad a la furia explosiva y la exhibición de una herida honda. El rechazo a trabajar con su pareja no deja de ser un movimiento defensivo, inmersa como está en un proyecto íntimo y extremo en que los dos corren demasiados riesgos. Ernest Villegas, que venía de hacer Macbeth, asume su personaje –de nombre sacrificial– con sobriedad y contención, incluso en los embates más frontales. Isaac es de digestión lenta, y estalla una vez ha puesto palabras a los agravios: primero se rebaja pidiendo una revisión de la pena, y después construye un discurso propio de un manipulador. Habiendo transitado de la impotencia a la reafirmación, se muestra finalmente decidido a persistir en la entereza y la generosidad.
Los personajes entran en una espiral de traiciones y suspicacias, que transparentan más dependencias de las que pretenden y se traducen en una retahíla de acusaciones y malentendidos. La diferencia de edad, de extracción social y de posición en la industria cuentan. Pero hay también el tema de la autoría y "los derechos morales" sobre una obra para la cual alguien ha servido como material y fuente de inspiración. Queda claro que el motivo de la ruptura tiene más que ver con el amor propio –una especie de repliegue de autoprotección– que con el fin de una relación pasional tan destructiva como nutritiva, donde tienen cabida la vergüenza, la mezquindad y la culpa, pero también la compasión y la ternura. No es el cinismo, en ningún caso, el que predomina, sino que se produce un orgánico trasvase o contagio emocional de miedos y manías. El amor nunca es limpio, no. Pero en bruto –y visto desde fuera– es de una pureza que reconforta.