Barcelona, 30 de junio de 1713. Las últimas tropas de la alianza internacional austriacista —excepto las fuerzas catalanas— abandonaban territorio catalán. Aquella ordenadísima evacuación era el resultado de los diversos acuerdos de paz de Utrecht, firmados por los contendientes en la Guerra de Sucesión hispánica (1701-1715). Las potencias austriacistas se retiraban del conflicto, a cambio de importantísimas concesiones territoriales y económicas. Inglaterra, proporcionalmente a los recursos empleados en aquella guerra, sería la principal beneficiada de un tratado internacional que, también, dibujaba a la perfección el orden de jerarquías entre Luis XIV de Francia y Felipe V de España. Es decir, entre Francia y España.
Los cadáveres de Utrecht
Pero aquellos acuerdos dejaban —y dejarían— muchos cadáveres por el camino. El primero, el Tratado de Génova, y, por lo tanto, Catalunya, firmado el 20 de junio de 1705 entre la oposición austriacista catalana (mayoritaria en el país) y el gobierno de Inglaterra. Y ratificado el 7 de noviembre de 1705 por el nuevo gobierno de Catalunya, una vez se habían cumplido las condiciones resolutorias que contenía aquel acuerdo. La sexta cláusula del Tratado de Génova decía literalmente que "Inglaterra garantizaría la confirmación de Carlos de Habsburgo (como rey de la monarquía hispánica) comprometiéndose a hacer guardar a quien fuera las Constituciones de Catalunya, incluso, en caso de que los aliados perdieran la guerra o se produjeran otros acontecimientos adversos".
La jerarquía borbónica
La cancillería de Versalles, que negoció los Tratados de Utrecht (1713) en nombre del régimen borbónico de Madrid, fue muy hábil. Sabía que los estados de la alianza internacional austriacista no se retirarían de la guerra (es decir, no harían posible el eje borbónico París-Madrid) si no se confirmaba un nuevo equilibrio de pesos. Y en este sentido, resulta muy curioso —y revelador— comprobar que las compensaciones territoriales y económicas que cedió el eje borbónico franco-español y que obtuvieron los aliados austriacistas las pagó, exclusivamente, el régimen de Felipe V. Con este nuevo paisaje, la fuerza y el espacio políticos hispánicos, después de dos siglos de centralidad, quedaban, definitivamente, situados en la periferia marginal.
El nuevo podio europeo
Los acuerdos de Utrecht no eran tanto para poner fin al conflicto sucesorio hispánico, sino para consagrar un nuevo orden internacional: en los ocho años que separaban Génova (1705) de Utrecht (1713), el podio europeo había variado sustancialmente. Francia se consolidaba como primera potencia continental, condición que había ganado en 1659, después de la Paz de los Pirineos. Inglaterra escalaba hasta la segunda posición y relevaba a la monarquía hispánica, que monitorizada por Versalles quedaba desplazada a un papel secundario. Y el archiducado independiente de Austria, que ya había puesto a raya a los turcos, se convertía en el líder indiscutible de la Europa central y oriental, y en la tercera potencia europea.
La diplomacia catalana
El 6 de julio de 1713, poco después de la evacuación austriacista, la Conferencia de los Tres Comunes (el equivalente al Parlamento) debatía la postura de Catalunya en aquel nuevo escenario. En aquella votación, los partidarios de la resistencia a ultranza ganaron por 75 votos, contra los 45 de los partidarios de negociar una capitulación honrosa. La historiografía romántica catalana ha querido ver que aquella votación era un acto de patriotismo: la rauxa se imponía al seny. Sin embargo, lo cierto es que los arrebatados tenían una sólida estrategia: iniciar una guerra diplomática que tenía que desatascar Utrecht. La confianza en que se depositó en esta estrategia es la primera prueba de que, en Utrecht, liquidar el conflicto bélico no era la prioridad.
La moribunda Ana
La reina Ana, la que había promovido el Tratado de Génova (1705) y la que había bendecido el Tratado de Utrecht (1713), se estaba muriendo sin descendencia. No obstante, en Westminster ya lo habían previsto; y pocos meses después del Tratado de Utrecht y pocos meses antes de la muerte de la reina, habían nombrado sucesor a un pariente de la moribunda Ana: Jorge de Hannover, que residía en los Países Bajos. En este punto, la diplomacia catalana obtendría su primer éxito: los embajadores catalanes Felip de Ferran (en la Haya) y Pau Ignasi de Dalmases (en Londres) negociaron y obtuvieron el compromiso del futuro rey Jorge de respetar los acuerdos de Génova. La segunda prueba de que Utrecht no tenía como prioridad liquidar el conflicto.
El reloj de Westminster
Pero la materialización de aquella acción diplomática, que dependía de la coronación de Jorge, fue boicoteada por el gobierno tory —conservador— de Londres. Las simpatías (digamos los intereses) de Jorge por la causa catalana no eran ningún secreto, pero los tories prefirieron jugar con los tempos —que controlaban perfectamente— antes que impedir la coronación del Hannover; es decir, provocar un monumental escándalo y desestabilizar el país. La reina Ana moría el 1 de agosto de 1714, cuarenta y tres días antes de la caída de Barcelona; tiempo suficiente para enviar una fuerza naval que habría reabierto la guerra. Pero Westminster ralentizaría los trámites de la coronación de Jorge I hasta el 18 de septiembre de 1714, cuando ya se tenía conocimiento de que Barcelona había capitulado.
A toro pasado
Con todo eso, podemos afirmar que la derrota catalana no se produjo el 12 de septiembre de 1714 (el día 11 la guerra estaba bien viva, y se combatió dentro de Barcelona, calle a calle y casa a casa). La derrota catalana definitiva se certificó en Londres el 18 de septiembre de 1714. El día que Jorge I fue coronado, ya era público que Barcelona había capitulado. Hacía, tan sólo, seis días. Y la acción armada (el envío de un potente grupo naval) que, con anterioridad, habían previsto el nuevo rey de Inglaterra y los embajadores catalanes fue desestimada por el mismo Hannover, argumentando que, en aquel nuevo escenario, no había ninguna posibilidad de que el ataque naval inglés obtuviera colaboración desde tierra. Los tories ganaban y Catalunya perdía.
La corrupción 'tory'
Para entender la posición tory sólo hay que echar un vistazo a las cláusulas de Utrecht. La postura tory con relación al conflicto sucesorio español era pública y clara: abandonar la lucha —lo antes posible— a cambio de compensaciones territoriales y económicas. De hecho, esta había sido la predicación que los había llevado al poder (1710). Versalles lo sabía y cultivó a propósito la complicidad tory. Además de Gibraltar, Menorca y algunas plazas en el Caribe, los ingleses obtuvieron el asiento de negros, la parte del león del negocio colonial hispánico. El asiento no pasó a la Corona británica, sino, sorprendentemente, a una compañía mercantil privada, participada y presidida... (¡oh, sorpresa!) por Henry Saint John, vizconde de Bolingbroke... ¡y primer ministro de Inglaterra!
El caso de los catalanes, ¿una reivindicación de la dignidad inglesa o una simple arma arrojadiza?
El asiento de negros era el monopolio del negocio de la esclavitud en las colonias hispánicas de América. Era de titularidad real, y los monarcas hispánicos cedían su explotación, anualmente y por subasta, a un particular generalmente de naturaleza castellana. Y si bien es cierto que la cesión de aquel negocio a la empresa de Bolingbroke era temporal (por cincuenta años) y parcial (unos barcos al año) causó una gran indignación al Partido Whig —liberales—, que se sentían excluidos de aquel coto. A partir de 1714, los Whig desplegaron una intensa campaña contra los tories, pero, reveladoramente, no se centró en este hecho, sino en el incumplimiento del Tratado de Génova. Se publicaba con el título La deplorable historia de los catalanes.
El celebrado sentido inglés de la praxis
El porqué de esta omisión se explica por la gran importancia que tenía aquel hecho: la cesión del asiento de ngros era el primer gran agujero provocado en el monopolio castellano en la América hispánica, que anunciaba el fin de este sistema. Por lo tanto, la estrategia Whig —las clases mercantiles inglesas, arquitectas del Tratado de Génova— había decidido criticar la forma en que se había obtenido, y no el contenido en sí (el asiento a cambio de renunciar a los compromisos internacionales). La estrategia dio los resultados esperados, y en 1715 los Whig obtenían la mayoría en Westminster y formaban gobierno. Sobre el papel, era el momento de recuperar los acuerdos de Génova, pero, reveladoramente, hicieron suyo el pretexto de Jorge I. Los Whig ganaban y Catalunya perdía.
Sarah Churchill
No se sabe hasta qué punto la cesión del asiento de negros era una bomba de relojería que los negociadores franceses habían preparado con el propósito de desestabilizar Inglaterra. Pero lo que sí que es seguro es que aquella maniobra que, a satisfacción de los Whig, hundiría a los tories durante una buena temporada, haría buena la cita —el origen de la cual se atribuye a Winston Churchill— "Inglaterra no tiene amigos ni enemigos, sólo tiene intereses". Por cierto, y a título anecdótico (o no), Sarah Churchill (partidaria de la causa catalana y antepasada directa de Winston Churchill) fue la personalidad más poderosa de Inglaterra hasta que los tories provocaron su caída (1708).